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Tribuna:LA VUELTA DE LA ESQUINA
Tribuna
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Fax en cada piso

Tener o no tener, ésa es la cuestión. Cuando niños, de época remota, la bici propia, la muñeca, el balón de reglamento y la comba. De jovencitos, la pitillera, el lápiz de labios y el noviazgo formal, ¡qué tiempos! Desde los años sesenta, la vespa, la moto japonesa y la Harley & Davidson para los elegidos. Más aún: el piso, la parcela, el divorcio, el porro y ¡ojo al sida!Ahora, para el nene y la nena, los complicados marcianitos y, en casos patológicos, el rol que no hace mucho tuvo bautismo de sangre. No se detiene el progreso y en las esquinas y lugares públicos, precisamente los lugares públicos y notorios, los que se aplican a la oreja el teléfono portátil. Así como se exhiben muchos Rolex y Cartier falsificados, que marchan a la maravilla, es posible que bastantes motorolas ambulantes sean de pega; se ha conseguido que pase desapercibida la enorme cantidad de gente que habla sola por las calles.

Lo chic es disponer de un telefacsímil, o sea, un telefax, un fax. Hace pocos años acabó, sin pena ni gloria, con el telex, telégrafo privado de uso común en las redacciones de los periódicos, en los hoteles de lujo y en el despacho de los millonarios, que desarrollaba aquella serpentina para verificar que eran más ricos aún o que había llegado el momento de tirarse por la ventana del piso 25, sin consideración hacia los peatones.

El fax tiene casi mayoría de edad. Se comprende la definición que acredita el envío de la propia escritura por teléfono, lejos. ¿Cómo lo hacen? En algo hay que creer, y no está uno para chivarse de que el asesino sea el mayordomo, porque, prácticamente, se han extinguido. De ser un utensilio de trabajo especializado, el fax invade el dominio privado y pronto ocupará un lugar imprescindible, junto al televisor, la lavadora y el microondas.

Hace unos 50 años debutó la radio como electrodoméstico. Personalmente vi, en un barrio negro y pobre de La Habana, entonces tiranizada por Fulgencio Batista, chabolas de las que emergía el pararrayos de la antena de los televisores. Fui, me llevaron, al suburbio de Pancontimba a que me echara los caracoles una negrona mandinga; su televisor, sobre una manta en la pura tierra, era mejor que el del duque de Alba. Bueno, eso pensé sin fundamento alguno.

Hoy, al intercambiar datos personales o coordenadas (los franceses emplean la misma palabra comúnmente) se inquiere con creciente frecuencia el número de fax, como el del teléfono, que en nuestros días, aunque no es barato servicio, posee el más modesto titular de una pensión no contributiva. Lo que quizás quiera significar que vivimos mejor, vaya usted a saber.

El Diccionario de la lengua española -que fue uno de lo más sorprendentes y satisfactorios best-sellers de la última Feria del Libro- ya incluye el vocablo fax, aunque habrá que esperar a una próxima edición para que el sustantivo provoque el verbo. Yo digo, como mis amigos y colegas gabachos, ingleses e italianos, "faxear" y no me arrepiento. Son aparatos cada vez más chicos, versátiles y asequibles al bolsillo. Por cierto, a ver si esos académicos van a la oficina. Sólo cobran en gloria, transferida a veces en contante y sonante; una vez adoptada la expresión, escribirla como se pronuncia: "bestséler" y no la traslación literal inglesa.

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Con la mayor naturalidad se dice: "Te faxearé lo que me pides; faxéame cuando llegues". El ingenio suele traicionar menos que el contestador automático, no pone nervioso a nadie, ahorra tiempo y se alimenta de papel. Ojalá restituya el casi perdido género epistolar y vuelvan a volar cartas felices al encuentro de corazones hospitalarios.

Se da por supuesto que, como otras modernidades, haya antenas parabólicas, televisión por cable, fax en cada piso, en cada oficina, en cada hogar. Tener o no tener fax, una cuestión casi baladí.

Eugenio Suárez es escritor.

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