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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Sentencia ejemplar

EL JUICIO oral y público sobre la muerte de Lucrecia Pérez ha revelado la verdadera forma de actuar y las intenciones de quienes, en la noche del 23 de noviembre de 1992, acudieron a la antigua discoteca Four Roses, de Aravaca (Madrid), transformada en destartalado refugio de inmigrantes, con el expreso propósito de llevar a cabo esa acción criminal. Según la tesis del ministerio fiscal, convertida en hecho probado por la sentencia que ha dictado la Audiencia Provincial de Madrid, los autores de la muerte de la inmigrante dominicana tuvieron "la inequívoca intención de matar a una persona que fuera extranjera, negra y pobre".¿Es increíble que exista gente que quiera matar a alguien por esas razones? No. La historia de este continente está llena de casos. Por eso, porque sabemos lo que está en juego, esta sociedad debe congratularse de una sentencia que, además de castigo para un crimen probado, constituye un aviso inequívoco a todo aquel que tenga tentaciones de lanzarse por la senda del odio racial y la agresión al ser humano que es la xenofobia.

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La sentencia responde a la gravedad y a las circunstancias de los hechos puestos de manifiesto en el juicio oral. De ahí que el fallo haya sido de asesinato en lugar del de homicidio, que parecía deducirse de la investigación sumarial. Las penas impuestas superan el siglo de cárcel para los cuatro implicados: para el ex guardia civil Luis Merino, 30 años de prisión por un delito de asesinato consumado y 24 años por otro frustrado, y 24 años para cada uno de los tres menores de edad que participaron también en esta acción criminal.

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Pero además de las fuertes condenas, proporcionadas en todo caso al delito de asesinato, la sentencia establece una indemnización de 20 millones de pesetas a favor de la hija de Lucrecia Pérez y declara la responsabilidad civil subsidiaria del Estado. En este punto, la sentencia no hace sino seguir una jurisprudencia consolidada que no podía quebrarse en este caso: el Estado tiene el deber de reparar económicamente los daños y perjuicios que se derivan de la actuación negligente y claramente criminal de quienes son sus servidores. Si el Estado no es capaz, como ha sucedido en este caso, de controlar más a quien entrega las armas, lo menos que puede hacer es no eludir las consecuencias de su omisión. Lo apropiado hubiera sido que esa carga económica no recayera enteramente sobre los contribuyentes, sino ante todo sobre aquellos responsables -es el caso de los superiores inmediatos del ex guardia civil condenado- que no vigilaron suficientemente a un subordinado que ya había dado muestras de ser como poco un indeseable, indigno de la responsabilidad que la sociedad había depositado en él.

La defensa de los condenados pretendió descalificar el juicio calificándolo de político. Y en ese sentido afirmó que se pretendía juzgar "al racismo". Pues hay que congratularse de que, al menos en cierto sentido, tuviera razón. Este juicio tiene también un claro mensaje político. Si existen ideologías que han inducido al crimen en la historia, hay una, la del desprecio al ser humano diferente, que es criminal por esencia. Este mismo desprecio que envenenó a los cuatro condena dos es el que hizo de centenares de miles de personas, verdugos a tiempo parcial, asesinos consumados y genocidas.

La condena anunciada ayer tiene además, en la sentencia, la virtud de denunciar los vínculos entre la mano que dispara -o abría la espita del gas en Auschwitz- y esa masa de supuestos bien pensantes que crean el clima propicio para que éstos actúen. Ciudadanos que desprecian a gentes con otro color de piel o medios de comunicación que hacen campanas que criminalizan a los extranjeros son en cierta medida corresponsables de este repugnante hecho. Todos tenemos pendiente un examen de conciencia para buscar vías para evitar que mueran más Lucrecias.

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