Víejos conocídos
Las generaciones mas jóvenes nunca podrán entender el significado que tenía hace treinta años un Campeonato del Mundo para los aficionados españoles. Durante la década de los cincuenta, el asilo político de las estrellas húngaras (primero Kubala y luego Puskas) y el fichaje de algunos 'grandes craks (como Alfredo Di Stéfano) aliviaron a nuestro fútbol de su primitivismo ibérico. Pero sólo las citas cuatrienales del Mundial nos permitían desprendemos del pelo de la dehesa: ¿cómo recordar sin emoción al Boby Charlton del Inglaterra-66 o a todos los brasileños del México-70?.. Casi nada nos sorprende, sin embargo, en el USA-94. La razón no es sólo que se televisen cada vez mas partidos internacionales y de otras ligas foráneas o que las competiciones intra-europeas traigan a nuestros céspedes la flor y nata del fútbol alemán, italiano o británico. La principal causa de nuestra desdeñosa incapacidad para el asombro es que varias grandes selecciones alinéan a futbolistas que pertenecen -o perternecieron a equipos españoles.
Si Hagi no hubiese jugado antes en el Real Madrid, ¿habríamos considerado normal su gol a Colombia?; y si Romario no vistiese hoy la camiseta del Barcelona, ¿sentiríamos esa vaga sensación de familiaridad tediosa que nos invade al verle disparar a puerta?.
Hace algunos años, la hazaña de marcar cinco goles en un sólo partido habría movilizado a los grandes clubes españoles para contratar al delantero capaz de ese portento; ahora tenemos el milagro en casa: Salenko estuvo en el Logroñés antes de fichar por el Valencia.
Otros internacionales rusos han jugado en Segunda División con el Español o con el ascendido Racing; si el búlgaro Stoichkov es campeón de Liga, su compañero Kiriakov pertenece al modesto Mérida. Como ocurre con los matrimonios, la cotidianidad termina carcomiendo los afectos y fomentando los rencores: grandes estrellas brasileñas, argentinas y holandesas que juegan en España soportan el griterío irrespetuoso de algunos avinagrados graderíos.
Bastantes titulares de algunas selecciones nacionales -desde Nigeria a Noruega- juegan en el extranjero. Un antiguo admirador santanderino de Rafael Alsúa se preguntaba el otro día por las razones de que España, en cambio, importe jugadores y entrenadores pero no los exporte. Con algunas raras excepciones (Luis Suárez, Peiró, Del Sol), nuestros futbolistas son glorias estrictamente caseras; se diría que, como algunos vinos (y como Martín Vazquez), se deterioran con los viajes. La sequía no se limita a los jugadores; tampoco exportamos entrenadores: ¿alguien se imagina a Javier Clemente como preparador del MiIan o del Sao Paulo?
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