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El vendedor de escobas

¿Qué desea?-Ser feliz, pero ahora estoy vendiendo escobas.

-Puedo ayudarle en lo primero, pero en lo segundo, lo siento, acabo de comprar media docena.

-Mucho barre usted, si se me permite la expresión.

-Sí, señor, para casa. Y si lleva, algo de dinero suelto, pase y lo comprobará por sí mismo.

-Que es como se comprueban las cosas -afirmó el vendedor con rotundidad.

Aquel piso no era como los que estaba acostumbrado a ver en sus incursiones como vendedor a domicilio. Todas las paredes estaban pintadas en distintos tonos de rosa, y los techos, adornados con frescos que representaban motivos celestiales, pero con la peculiaridad de que los angelitos no eran asexuados, ni tan niños como los de los autores clásicos. Aquel gusto por la anatomía desmesurada delataba un talante liberal en la señora que, según pensó el vendedor, daba pie a entrar en conversación. La señora se encontraba en su alcoba poniéndose cómoda.

-Esos angelitos deben de ser custodios, ¿verdad, usted?

-Son angelitos del amor hermoso, por eso gastan esas hechuras -respondió la señora a través de la puerta con un tonillo pícaro.

-Y tan hermosos, diga usted que sí. Me recuerdan a uno de mi pueblo al que llamaban El Trípode.

-Curioso término para el medio rural.

-Es que tuvimos un buen maestro en la escuela.

-Pues usted, perdone que le diga, le sacó poco provecho.

-No se deje engañar porque me vea vendiendo escobas. En lo tocante a conocimiento, tengo cuatro carreras, pero aquel maestro tenía una idea muy especial de la educación física que nos marcó mucho. Por eso voy de casa en casa.

-¡Qué interesante! Y qué pretende, ¿consolar a las aburridas amas de casa?

-Enredar. He decidido realizarme como persona, aunque vaya en detrimento de mis ingresos.

-Eso será porque las enseñanzas de su maestro no fueron buenas; si no, ganaría usted más que de ingeniero. ¡Con el hambre que hay en el mundo! -respondió la señora luciendo una bata de gasa transparente que evidenciaba su completa desnudez mientras se apoyaba en el marco de la puerta.

-No se crea, es que estoy un poco enfermo y sólo se me ocurren guarrerías; y, la verdad, no tiene mucho mercado la cosa del desequilibrio.

-Me tiene usted intrigada, oriénteme -solicitó la señora, excitada.

-Pues que quiero cagarme en la alfombra.

-Ni se le ocurra. Acaban de traérmela del tinte.

-Pues eso o nada.

-Lo que me faltaba, mi marido no retiene la orina, y ahora me viene usted con ésas.

Al reprender al extraño visitante, la señora abandonó la pose de artista y con sus movimientos se le abrió la bata dejando el cuerpo al descubierto.

-No me extraña que su marido ande un poco flojo de los bajos, tiene usted pinta de haberle llevado al trote desde la noche de bodas.

-Eso a usted no le importa. Ahora le ruego que abandone mi casa. Después de las historias que lee una en la prensa no se puede fiar de nadie, y menos si viene, como usted, sembrando de incertidumbre el deseo.

-Yo, si quiere, me realizo y luego le dejo la casa como los chorros del oro.

-Que no, hombre, que no, que para esas cosas está la casa de cada uno. Cuando se va por ahí, tiene que ser con un poco de preparación.

-Por lo menos cómpreme una escoba.

-Déjeme de escobas, ¡cerdo!

-Oiga, que yo se lo he pedido con educación y me está despertando la vena psicópata.

-Perdone, es que me he frustrado un poco porque me había hecho la ilusión de pasar un buen ratito y encima sacarme un dinerillo; pero, vamos, que si no puede ser, pues me aguanto y ya está.

-Entonces, ¿lo de la escoba?

-Bueno, venga, déme una. ¿Cuánto es?

-Setecientas veinte.

-¿Por esa mierda de escoba?, vamos anda...

-Es que soy el mayor de siete hermanos, todos en el paro y con mi padre...

-Bueno, bueno, le doy quinientas y no me dé la escoba. Si además tengo moqueta... -replicó la señora, que refunfuñaba un soniquete incomprensible mientras contaba el dinero.

-¿Decía usted?

-Nada, que acabo de hacerme la liposucción y me cago en la leche de lo que me ha servido.

-Ya lo siento, otra vez será. Yo creo que con esa bata no va a tener mucho problema.

La señora cerró la puerta sin querer escuchar las atenciones del vendedor.

El caballero llamó a la puerta de al lado. Mientras esperaba que le abrieran consideraba que alguna vez debería dejar a un lado el dinero y atender las ofertas que le hacían las señoras. Pero sería en otra ocasión, porque la vecina que abrió la puerta era monstruosa, y debió de oír algo a través del tabique de la pared porque apareció completamente desnuda, jadeando y tirando zarpazos como si fuera una pantera.

-¿Se puede? -preguntó el vendedor como si no fuera evidente.

-Hasta la alfombra -respondió la vecina.

El vendedor tuvo que reaccionar rápidamente y expuso con dureza la realidad de sus sentimientos.

-Será mejor que me dé las quinientas pesetas y le ahorro la frustración, porque, perdone que le diga, usted es de las que ganan vestidas.

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