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Mostar vuelve a la vida

Un partido de fútbol callejero cinco farolas que alumbran, cruzar el puente... dan un aire de normalidad a la capital de Herzegovina

Muchos de los habitantes de Mostar están hartos de guerra, cansados de comprobar que las hostilidades no han conseguido otra cosa que segar más de 4.000 vidas y que la solución no pasa por el empleo de las armas. Esta es al menos la impresión que se percibe en dos emisoras de radio de la ciudad, una situada en cada bando, que han entrevistado en los últimos días al coronel Pedro Braña, responsable de los cascos azules españoles desplegados en Mostar.Han bastado menos de 30 días desde que se firmara el alto el fuego para que el sector este de Mostar, zona controlada por los musulmanes y castigada con saña por los bosnio-croatas desde la otra orilla del río Neretva durante meses, comience a cambiar su maltrecha fisonomía y a recobrar la vitalidad de antaño. Antes ha sido necesario que la unidad de zapadores españoles retirara de las calles más de 10.000 metros cúbicos de basuras y escombros y un número indeterminado de minas, además de colocar siete vehículos blindados entre los contendientes.

Desde la parte alta de Mostar -una ciudad que hoy tiene cerca de 100.000 habitantes repartidos casi a partes iguales en los dos sectores, 20.000 más que cuando comenzó la guerra- se puede observar nítidamente sus dos caras. Los altos edificios blancos, de reciente construcción en la zona croata, poco afectados por los disparos, y la parte antigua del sector musulmán, donde la destrucción es casi total.

Los disparos esporádicos y las escasas detonaciones de mortero que impactan en la montaña no evitan que hombres, mujeres y niños acudan a una de las cinco tomas, facilitadas por los croatas, donde pueden abastecerse de agua sin necesidad de parapetarse tras armarios metálicos por miedo a los francotiradores. O que a escasos 100 metros del bulevar Navodne Revolucije, la zona de enfrentamiento, se juegue de nuevo al fútbol a plena luz del día teniendo que sortear tan sólo al adversario deportivo.

Algunos no daban crédito a sus ojos cuando apenas hace quince días la calle de Marsala Tita (Mariscal Tito) se convertía a la caída del sol en una fiesta para celebrar que cinco farolas volvían a alumbrar y que edificios básicos como el hospital o los comercios recobraban la luz eléctrica gracias a las reparaciones efectuadas por los cascos azules españoles.

Y también muchos añoraban el poder abrazar y besar a familiares y amigos a los que la intolerancia había dejado al otro lado. Ahora, gracias a la tregua, al cansancio de la guerra, dos centenares de personas, 100 de cada sector, pueden adentrarse diariamente en su otro trocito de ciudad.

Pero quizá uno de los detalles que denotan la calma que preside Mostar es poder atravesar a pie el destruido puente antiguo, sustituido por chapas sujetas con cuerdas, pasear por los barrios de Santichi o Dona Mahala o tomar una cerveza en el único bar abierto a orillas del río. Tres valientes, quizá como preludio de una paz duradera, han decidido abrir sus tiendas de recuerdos con la esperanza de que un día la calle de los Orfebres vuelva a llenarse de turistas. Y para no olvidar ofrecen la guía de Mostar, donde, observando las postales y alzando la vista, puede comprobarse lo fácil que resulta destrozar la belleza.

En el otro lado casi todo es diferente. La comida no escasea, los comercios abren sus puertas con tranquilidad, hay luz y agua corriente y la calidad de vida es superior. Por eso, la gran mayoría de la ayuda internacional está dirigida a la zona musulmana, la más necesitada. Diariamente, entre 400 y 500 camiones atraviesan el corredor de la muerte, como se conocía la ruta que transcurre paralela al Neretva, con mucha más fluidez que hace un mes.

Si la tregua continúa -y en ello tiene puesta su esperanza la población de Mostar-, el sector musulmán verá cumplido en los primeros días de julio otro de sus sueños: en las casas que aún quedan en pie se abrirá el grifo y de nuevo el agua correrá sin necesidad de acarrearla en bidones desde las improvisadas fuentes callejeras. Una conducción construida por soldados españoles posibilitará el traslado del agua desde el río hasta los depósitos. Los asediados pasarán entonces de poder consumir seis litros de agua diarios por persona a poder utilizar 80 litros por persona, algo que se convierte en un lujo.

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