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Tribuna
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El metro de mis pecados

Señor Director de la Compañía Metropolitano MadridMuy señor mío:

El que suscribe, Agapito Mardones Cienfuegos, de 61 años, casado, profesor de Geografía e Historia, vecino de Madrid y usuario cotidiano del metro, se dirige a usted con todo recelo para manifestarle ciertas cuitas relacionadas con la empresa que usted dirige tan magistralmente.

He aquí, en resumen, la crónica de mi vía crucis diario, de junio a septiembre, ambos inclusive: cada mañana bajo al metro en la plaza de Castilla y lo abandono al final del trayecto, en Miguel Hernández. Es decir, la línea 1 de cabo a rabo, y viceversa. En total, señor, 48 estaciones de mis pecados, que son tan duras como las 14 que Jesús recorrió con la cruz a cuestas. Pero Él era Dios, y yo soy un pobre diablo. Mi espíritu está pronto, mas la carne es flaca (peso 52 kilogramos en canal). Si se coloca a mi lado una señora o señorita de exuberantes pechos -cosa que ocurre siempre, porque, aunque bajito, soy bastante apuesto, y tengo un algo que encandila a las mujeres-, se me alborotan las partes bajas del cuerpo y del alma. No es que servidor sea un obseso, en absoluto. Sólo hago uso del matrimonio en algunas fiestas de guardar, pero tengo morbosa fijación con los pechos de todas las mamíferas.

En verano, cuando las mujeres van ligeras de ropa y de cascos, si oteo glándulas mamarias, se me cruzan los cables, me ataca el hipo, me asedian latiguillos y se me instala en toda la jeta un rictus de risa estólida, como de conejo a punto de, ser degollado. De esta forma, sin yo quererlo, provoco altercados y malentendidos. Estos mis ojos, que tantos sinsabores me acarrean, se quedan clavados como estacas en las ubres prominentes.

A primeros de este mes, una escaramuza pectora estuvo a punto de llevarme a la tumba y al desprestigio. Estaba yo en la estación de plaza de Castilla dispuesto a sacar mi billete en el expendedor automático. Se me colocó delante una mujerona de pecho mastodónticos y empaque de jefa de burdel. Al verla, me dio un ataque de ofuscación suicida. Me abalancé sobre ella y, en vez de introducir las moneda en la ranura correspondiente, las metí con todo cinismo en el canalillo interpectoral de la matrona. Se quedó lívida, señor. Agitó los pechos para desembarazarse del vil metal, bufó y me traspasó el alma con mirada de lamia. Como broche de mi enajenación intenté sacar de su ombligo mi billete de metro. El emitió un alarido sobrecogedor que dejó atónitos los usuarios. "¡Te vas a enterar, renacuajo!", bramó Me asestó un bofetón ecuménico. Caí de bruces contra un puesto de baratijas que quedó destrozado por el impacto. Hube de ser asistido en la cercana clínica de La Paz. Permanecí dos semanas de baja laboral. Salí en la prensa.

Digo yo, señor director, si no sería oportuno prohibir durante el estío a las mujeres el acceso al metropolitano. O bien, obligarlas a ir rigurosamente tapadas con un mantón o túnica que impida la visión de sus carnes. De esta forma, se evitaría que los ciudadanos llegaran al trabajo con la cabeza caliente pensando en cochinadas que impiden el normal desarrollo de la actividad laboral.

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En verano, señor mío, el metro es un nido de lascivía, un instigador de infidelidades y una invitación a pecado solitario, que tantas erupciones cutáneas provoca en los adolescentes. De usted depende, señor, salud física y mental de los madrileños y de mí mismo, cuya vida guarde Dios muchos años, pero sin sobresaltos.

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