España y México, España en México
En 1936, España fue abandonada. Mientras los aviones alemanes llegaban a Marruecos en julio y los italianos a Mallorca en septiembre, las democracias europeas, Inglaterra y Francia, declaraban su política conjunta de no intervención en agosto.Este emparedado de la irresponsabilidad y de la renuncia, verdadero sandwich neutralista, cuyo eco actualísimo se escucha hoy en Sarajevo, culminó en Múnich y, naturalmente, en la guerra mundial.
Pero México nunca abandonó a España. México estuvo al lado de España y su pueblo, de España y su cultura, de España y su democracia posible, de España y su revolución, en el sentido que María Zambrano le dio a esta controvertida palabra. "La revolución", escribió la filósofa andaluza, "toda revolución, hasta ahora no ha consistido sino en una anunciación -y su vigor se ha de medir por los eclipses y caídas que soporta".
En el calvario de España, México abrazó el cuerpo caído y le ofreció el amparo de su propio suelo a decenas de miles de españoles; trató de llevarle luz al mundo eclipsado de España; y, después de la guerra, mantuvo abiertos los brazos e iluminada la estrella de una España libre y democrática: la España que anunció, al fin y al cabo, la República.
Siempre he pensado que la diferencia entre la dictadura de Franco y la de Hitler es que el nazismo logró secuestrar a la totalidad de la vida cultural alemana, sin dejar espacio o voz que no fuesen prohibidos, exterminados o exiliados, en tanto que la dictadura de Franco, a pesar de sus esfuerzos de intimidación, represión y en muchos casos muerte, no pudo eliminar por completo a la cultura española. Esta, en buena parte, se mantuvo en España misma, a veces bajo tierra, y desarrolló un lenguaje de Esopo, fórmulas de continuidad democrática, estrategias de resistencia y simbolismos que pronto se advirtieron en las obras de Blas de Otero y José Hierro, los hermanos Goytisolo, los novelistas García Hortelano y Sánchez Ferlosio y cineastas como Berlanga y Bardem. Todos ellos anunciaron un futuro mejor para España, abrazaron su cuerpo caído, prendieron fogatas en el camino del dolor.
Pero en otra, vasta medida, el abrazo, la luz, la fe en que lo anunciado ocurriría, tuvieron lugar en el exilio español y, sobre todo, en el exilio mexicano. Exilio, sin embargo, viene del latín exsilare, arrojar fuera, y en México la emigración política española jamás estuvo fuera, ni (le España, ni de México. El milagro de este exilio es que los españoles en México siempre estuvieron amparados, presentes, integrados a dos patrias: España y México; España en México, México en España.
Hace cuarenta y cinco años, m¡ padre, Rafael Fuentes, en representación de la Cancillería y el Gobierno mexicanos, inauguró el Ateneo Español de México. El secretario de Relaciones Exteriores era don Manuel Zello; hoy lo es su hijo. Qué bueno mantener esta continuidad de la relación profunda de México y España. Los hijos siempre defendiendo el amor a España.
Celebramos entonces cuanto aquí llevo dicho, y algo más. La hispanofobia de algunos sectores de nuestra sociedad, alimentada primero por la conquista, enseguida por la independencia, no pudo sostenerse más a partir de la emigración republicana. Los españoles que llegaban a México no eran ni Pedro de Alvarado ni Calleja del Rey; ni siquiera eran don Venancio, sino lo mejor de una cultura que nos obligó a decirnos a los mexicanos: esto es parte de nosotros, y si no lo entendemos, no seremos nunca completos, no seremos nunca nosotros mismos, mexicanos de cuerpo entero y, sobre todo, de alma entera.
Confieso que vencer los prejuicios antiespañoles en México no es cosa fácil. La Conquista no acaba de ser vista ni como una derrota compartida, la del mundo indígena ciertamente, pero la de los conquistadores en tanto hombres nuevos, renacentistas, europeos, también; ni como lo que al cabo es: el preludio de una contraconquista en que el mundo nuevo merece su nombre, pues lo hacen europeos, indígenas y africanos bajo el signo de un mestizaje que no dio cabida a las repugnancias e hipocresías del mundo anglosajón.
Caen en Tenochtitlán los pendones nahuas el mismo año que caen en Villalar las banderas de las Comunidades. Hay aquí una hermandad digna de ser investigada y que fue ocultada por los triunfalismos y dogmas de la ortodoxia política, religiosa y racial.
Y en la España de nuestra independencia es necesario ver más allá de los errores de la decadencia borbónica a la heredad común de Cádiz y del tumultuoso siglo XIX de España y de América. En vez de integrar una poderosa comunidad de naciones hispanoparlantes, como lo propuso Aranda a Carlos III, nos divorciamos, nos dimos la espalda y sin embargo sufrimos un destino, a pesar de todo, común. Perdimos Cádiz, y, al perder Cádiz, perdimos la democracia. Ganamos, en cambio, las oscilaciones entre dictadura y anarquía, y, en medio, descubrimos nuestro propio cadáver: aquí yace media España, pero también media Hispanoamérica; la mató la otra mitad.
El lamento de Larra culminó en el desastre del 98, que no sólo dio fin al imperio español, sino que dio origen al imperio norteamericano. Ambos encontraron su destino en el Caribe. Tampoco supimos distinguir con claridad esta comunidad de los destinos. Acaso sólo Rubén Darío, en su más alto grado, la reconoció.
De manera que la guerra de España y el abrazo de México fueron un reconocimiento que saldó los desconocimientos del pasado.
Quiero hablar de mi propia experiencia como joven estudiante y escritor en ciernes en el México de los años cuarenta y cincuenta pues yo no sería quien soy, ni habría escrito nada, sin la presencia, el estímulo y, muchas veces, la tutoría de la España Peregrina.
Conocí y quise a tantos españoles exiliados, a partir del nivel más personal: mi vida de juventud es inseparable del cariño y la amistad de los Bartra, los Oteyza, los García Ascot, los Xirau, los Muñoz de Baena, los Blanco Aguinaga, los Aub, los Vidarte.
Quisiera destacar, sin embargo, algunas enseñanzas fundamentales que recibí y reconozco hoy con verdadero júbilo.
José Gaos, en la Facultad de Filosofia y Letras, acababa de traducir al español El ser y el tiempo, de Martin Heidegger, y nos comunicaba con lucidez incomparable una visión del movimiento humano que, al lado de la dialéctica, invitaba a la ronda, como para suavizar lo que se convertía en rigidez o posibilidad dogmática de un pensamiento marxista que Gaos respetaba como filósofo pero no adoraba como feligrés, pero también para disipar las brumas posibles del pensamiento germánico de Heidegger y darle sol, y por qué no, soledad, mediterráneas.
Sol, suelo, soledad. Recuerdo una gran lección de Gaos sobre el arte como la verdad transformada en obra, movimiento que, simultáneamente, levanta a un mundo y descubre una tierra. Mas la tierra, que es raíz, también es oscuridad, profundidad, misterio que jamás se revela totalmente. Sólo conocemos a la tierra gracias al mundo; el mundo se radica en la tierra, pero, como el árbol, se dispara al cielo, se abre a la historia y se ramifica en posibilidad, en pluralismo, alternativa...
Las lecciones de Gaos me enseñaron que la creatividad consiste en convocar un universo, más que reflejarlo ancilarmente. Basada en la realidad -la tierra, la raíz-, la obra de
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