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Reportaje:

Aires de vanguardia

El museo de escultura contemporánea, abstracta y española del paseo de la Castellana tiene como el mayor de sus méritos el no parecerse en nada a un museo al uso, el no ser percibido como museo por la mayor parte de sus visitantes, transeúntes involuntarios que atraviesan, sin romperse ni mancharse, este bosque inanimado en el que están plantadas o colgadas algunas de las obras más significativas y felices de nuestra vanguardia escultórica.El museo de escultura al aire libre de la Castellana brotó milagrosamente en el páramo cultural de los últimos, años del franquismo como tardía y saducea coartada para avalar la modernización del anquilosado régimen. No nació sin polémica, sospechosos dictámenes técnicos desaconsejaban la instalación bajo el paso elevado que comunica Eduardo Dato con Juan Bravo de La sirena varada de Chillida, una de las estrellas de la muestra.

Pablo Serrano, Miró, Chillida, Julio González, Alberto Sánchez, Subirachs, Palazuelo, Alfaro, Manuel Rivera, Sobrino, Martín Chirino, Gabino y Sempere, diseñador también de la cascada, del mobiliario urbano y de las barandillas cinéticas del paso elevado. Una selección incompleta, pero significativa y explícita, inscrita en un paseo museo devaluado, ignorado y, por tanto, inmerso en la vida cotidiana de la ciudad.

El paso elevado que cobija tan singular museo enlaza las dos orillas de la Castellana, las riberas de Chamberí con las primeras estribaciones del barrio de Salamanca. En la orilla izquierda, la yunta de Pablo Serrano, que ilustra la unión de los contrarios, el ying y el yang, lo cóncavo y lo convexo, sirve de punto de encuentro y escaparate nocturno de travestidos y transexuales, seres fronterizos y andróginos, que han esculpido sus cuerpos para escapar de la rígida taxonomía de los sexos.

En la orilla opuesta, los toros ibéricos de Alberto y el Homenaje a la hoz y el martillo de Julio González, evocan memorias de la última guerra civil, pero nadie se detiene a leer los rótulos que identifican sus abstractos mensajes, aunque los toros siameses de Alberto Sánchez no necesiten de muchas explicaciones para imponer su significado. La Mére Ubu de Joan Miró es la Virgen irónica y patafísica de este culto extravagante y genial, que, paradójicamente, y espero que Mercedes de la Merced no incorpore el dato a sus reivindicaciones franquistas, emergió en el último quinquenio de su añorado y caduco régimen caudillista. Algunas de las obras que en tan inhóspito entorno se muestran valen, en mi opinión, sin ápice de chauvinismo, por todas las hidropésicas y simpáticas criaturas del exuberante Botero que respira loor de multitudes en los cercanos bulevares de Recoletos.

Por este museo de la Castellana transita el personal ajeno y a lo suyo, sin reparar en el paisaje escultórico que todos esquivan automáticamente en su andadura antes de confluir en la incesante y bramadora riada del paseo y fundirse en su estrepitoso cauce. Lugar de paso, museo invisible que, sin embargo, paciente y minuciosamente, ha ido calando en las mentes casi impermeables de los transeúntes habituales, que se han familiarizado con sus osados ángulos, escorzos y perspectivas.

Como contraste de tanta vanguardia vino a parar a las proximidades del museo la alegoría estatuaria de La Unión del Fénix, una escultura clásica y emblemática del paisaje madrileño que, durante décadas ocupó una encumbrada posición en el singular vértice de la Gran Vía con Alcalá, como reclamo de una compañía de seguros que ahora reside en un basáltico rascacielos de la Castellana, uno más entre los muchos que emergieron sobre las ruinas de los palacetes que un día dieron empaque y personalidad a esta avenida, espina dorsal, bisectriz, eje vertebral de la urbe y secular cañada.

Museo sí, pero no mausoleo, las criaturas de bronce, piedra o aluminio que reposan en este remanso de la Castellana sobreviven a las modas culturales y a las campañas de imagen de un Gobierno municipal que, tras haber sembrado en calles y plazas una generosa cosecha de raquíticas y anoréxicas esculturas a su medida, intenta redimirse con la aplastante monumentalidad de las creaciones del bulímico Botero.

La Castellana es un paradigma de las metamorfosis ciudadanas, un selecto muestrario de las transformaciones sociales y económicas del siglo. Allí donde se alzaban, cortas de estatura y magníficas de anchura, las mansiones de los grandes banqueros, y empresarios, se levantan ahora los altos y estrechos edificios de los grandes bancos y de las empresas multinacionales, monolitos soberbios y anónimos en las riberas de un paseo que crece cada verano en mil terrazas prolongando los confines del Prado y de Recoletos hasta el estuario mutante de la plaza de Castilla, con sus torres de Kio, pies de un coloso con los pies de barro.

Este museo al aire libre es un remanso, un oasis geométrico y abstracto en el vertiginoso tránsito ciudadano, un rincón neutral que ignoran o minusvaloran las guías turísticas, tierra de nadie, páramo animado por los delirios escultóricos de eximios y extravagantes ciudadanos ibéricos que rompieron las fronteras de la cotidianidad y exploraron nuevos y fantásticos territorios.

La sirena varada, retitulada Lugar de encuentro, lastra sin riesgos el paso elevado, desafiando los siniestros e infundados augurios de sus detractores; la escultura de Chirino, que preside la fuente, aporta la única nota de color en este gris, metálico e insólito reducto, santuario, milagrosamente nacido y no menos milagrosamente preservado, de una vanguardia irreductible y resistente a la incomprensión y al vandalismo.

Este paso elevado que salva el cauce de la Castellana comunica las dos orillas de Madrid y ensaya un ejercicio de conciliación entre los clásicos y los nuevos modos, entre las alegóricas y zoológicas criaturas de los monumentos decimonónicos que centran las glorietas de la Castellana y los escarpados y modernos edificios que se aposentan en sus orillas. Lugar de tránsito, museo de paso, galería incógnita donde el ojo menos avisado se impregna, sin alevosía, de un paisaje encantado que ofrece a la vista nuevas y excitantes percepciones.

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