Una faena de torero
Bayones / Litri, Aparicio, Chamaco
Cuatro toros de Los Bayones (uno rechazado en reconocimiento, otro devuelto por inválido); chicos e inválidos los dos primeros; bien presentados resto, mansos, manejables. Uno de Gabriel Hernández, devuelto por inválido. Sobreros: 1º de Castillejo de Huebra y 3º de Hermanos Astolfi, inválidos. La invalidez de los tres primeros y los dos sobreros provocaron un gran escándalo. Litri: estocada, descabello -primer aviso-, seis descabellos -segundo aviso- y dobla el toro (silencio); estocada atravesadísima descaradamente baja y descabello (pitos). Julio Aparicio: estocada desprendida (silencio); estocada trasera y rueda de peones (oreja). Chamaco: golletazo escandaloso (silencio); cuatro pinchazos, descabello -aviso- y otro descabello (silencio). Plaza de Las Ventas, 4 de junio. 22ª corrida de feria. Lleno de "no hay billetes".
Aplomo, técnica, madurez, arte y valor. Con sólo eso -ahí es nada- Julio Aparicio construyó una faena de torero, de torero cabal, de torero bueno, y ratificó su hegemonía sobre toda la torería coetánea, proclamada urbi et orbe al culminar aquella otra faena para la historia que puso boca abajo el abarrotado coso de Las Ventas y patas arriba la feria y hasta la misma fiesta.No repitió la faena memorable, sencillamente porque es irrepetible. El mismo torero lo dijo antes de su segunda comparecencia en la isidrada y no hacía ninguna falta la advertencia ya que es de cajón. Faenas como la que creó en Las Ventas el pasado día 18 se unen a la docena (quizá ni tantas) que se puedan ver en toda una vida de aficionado. Mas un fundamento tuvo la faena aquella, independientemente del adorno y la inspiración, de la apostura y la estética, que repitió Julio Aparicio en su segunda comparecencia y la hizo especialmente importante: el toreo puro.
Julio Aparicio sencillamente toreó. Hizo el toreo tal cual mandan los cánones. Se traía al toro toreado de delante, cargaba la suerte, ligaba los pases. Obvio será insistir en que nunca citó con la muleta retrasada, ni la pierna contraria escondida y medio de espaldas para echar a correr en el remate, ni por supuesto corrió. Antes bien, vaciado el toro, ya le había echado el paso adelante, ya estaba de nuevo frontero con el testuz y cruzado, ya le echaba al hocico las bambas de la muletilla breve y tiraba del toro templándole y hasta acariciándole la embestida.
La faena fue de cabeza y corazón, perfectamente construida, progresivamente elaborada dando alternancia al toreo por redondos y naturales en tandas de deslumbrante belleza, rematadas con los pases de pecho largos o engarzadas mediante el dibujo de las trincherillas, los ayudados y los cambios de mano. La recuperación del toreo auténtico, la añeja estampa que componen toro y torero fundidos en la recreación artística, tenían entusiasmados a los aficionados de siempre y asombrado al público joven que rara vez habrá visto torear así. Y ya fue el delirio cuando Julio Aparicio se echó de nuevo la muleta a la izquierda, ligó una tanda de naturales hondos ganando terreno en todos ellos y al cerrarla con el de pecho, iba el toro absolutamente sometido a la voluntad del torero. Los ayudados y los pases de la firma que siguieron constituyeron un alarde de dominio expresado desde la exhuberancia de un artista excepcional conmocionado por su propia obra, y el estoconazo, la rúbrica rotunda y necesaria a una faena que únicamente habría podido concebir el gusto y la torería de un maestro en tauromaquia.
La emoción y la alegría por el toreo bien hecho calmaron los ánimos de un público que había estado a punto de quemar la plaza -vamos al decir- en protesta por unos toros que saltaron a la arena como si estuvieran drogados. Los dos titulares de Los Bayones, el sustituto de Gabriel Hernández, los sobreros, salían pegando tumbos, unos se desplomaban en cuanto echaban a andar, otros embestían descoordinados. Para colmo de males, el segundo se rompió un cuerno al derrotar contra un burladero, no porque estuviera tonto -que lo estaba- sino por astucia de un peón, que provocó el encontronazo, y Aparicio lo hubo de aliñar. El segundo sobrero -tercer toro en turno de la tarde- no se devolvió al corral, pese a la evidencia de su invalidez y de su inutilidad para la lidia, y la plaza entera se revolvió contra el palco. Faltó el canto de un duro (de los modernos) para que el público lo tomara al asalto o se lanzara al ruedo. Un día va a ocurrir...
Pero la providencia se mostró propicia, y debieron de enviar los restantes toros a Lourdes porque ya no se cayeron (no tanto, por lo menos), ya no pegaban tumbos, ya no trotaban descoordinados, ya no parecían borrachuzos ni drogadictos, ya se podían torear... ¿Torear se ha dicho? Calla, corazón, pues no estaba encomendada la singular tarea a Joselito y Belmonte (Dios los tenga en la gloria) sino a Litri, que pegó al de su correspondencia un montón de trapazos, y a Chamaco, que aburrió al suyo moliéndolo a derechazos. Bueno, también estaba encomendada la singular tarea a Julio Aparicio y ese fue otro cantar. Cantar de cante grande; valor, torería y arte, que reconciliaron a la afición con la fiesta.
Babelia
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