El 07%, la casa, en llamas y el arte de la impaciencia
En la Parábola de Buda sobre la casa en llamas, Bertolt Brecht trazó con gran maestría la imagen de lo que ha terminado siendo el final del siglo XX en Occidente: "No hace mucho vi una casa que ardía. Su techo era ya pasto de las llamas. Al acercarme advertí que aún había gente en su interior. Fui a la puerta y les grité que el techo estaba ardiendo, incitándoles a que salieran rápidamente. Pero aquella gente no parecía tener prisa. Uno me preguntó, mientras el fuego le chamuscaba las cejas, qué tiempo hacía fuera, si llovía, si no hacía viento, si existía otra casa, y otras cosas parecidas. Sin responder, volví a salir. Esta gente, pensé, tiene que arder antes que acabe con sus preguntas". Cualquier observador de la realidad mundial mínimamente informado puede constatar fácilmente que "nuestra normalidad es la catástrofe" (Riechmann): el 20% de los habitantes más ricos de la población mundial dispone de 150 veces más recursos que el otro 80%. Entre 1960 y 1990 se ha duplicado la desigualdad entre los países más ricos y los países pobres. Podemos hablar de dos décadas perdidas para el desarrollo de la inmensa mayoría de los países del Sur, y esta década de los noventa puede convertirse en la tercera.La opinión pública occidental se aterra cuando ocasionalmente recibe imágenes de Somalia, Sudán, Ruanda o Haití, sin percibir que estas condiciones de existencia constituyen la vida cotidiana de cientos y cientos de millones de seres humanos durante generaciones, o, lo que es peor, sin captar las condiciones cotidianas de muerte: cada año mueren de hambre en el mundo 40 millones de personas (toda la población de España en un año) y cada día mueren de hambre 100.000 personas, de las cuales 40.000 son menores de cinco años. El gran problema socioeconómico del Norte -el paro- se convierte en irrisorio si lo comparamos con los datos del Sur: este siglo se va a cerrar con la existencia de cerca de mil millones de desempleados en los países pobres. Cotejando las tasas de natalidad y el nivel de crecimiento sus raíces más profundas en la pobreza extrema y no principalmente en el desconocimiento de los métodos de control de la natalidad.
Esa pobreza extrema produce además males ecológicos, pues favorece también el deterioro del medio ambiente, la deforestación y la erosión de los suelos. El círculo infernal se cierra -con la deuda externa y con las políticas de ajuste impuestas por el FM1: entre 1983 y 1990, los países pobres del Sur transfirieron a los países ricos del Norte 242.000 millones de dólares. A comienzos de los años noventa, los llamados países en vías de desarrollo debían a sus acreedores del Norte 1,3 billones de dólares, lo que representa un poco más de la mitad de sus productos nacionales brutos combinados y dos terceras partes más que sus ingresos anuales por exportaciones. A la vez, el precio de sus productos básicos ha seguido bajando en el mercado internacional.
¿Existe algún país que pueda desarrollarse en estas condiciones? Por los problemas provocados por la deuda externa y por las políticas de ajuste impuestas por el FMI, el gasto en salud y en educación decreció en estos países más del 50% y del 25%, respectivamente, durante la pasada década.
La explosión demográfica, el deterioro ecológico, las corrientes migratorias, la deslocalización empresarial, el dumping social internacional y hasta la deuda externa -con su efecto de bumerán sobre el Norte, tal como lo ha estudiado Susan George- también amenazan a los países ricos. Hasta ahora, el capitalismo occidental ha sido capaz de ir integrando las contradicciones planteadas por las luchas entre trabajadores y capitalistas o por las tensiones militares entre el Este y el Oeste. No se ve tan claro en el momento actual que sea capaz de resolver las contradicciones generadas por la destrucción del medio ambiente, la explosión demográfica, las corrientes migratorias y la pobreza de miles de millones de seres humanos.
Hasta ahora, el Norte sólo está respondiendo con una política de ceguera y represión, que amenaza a medio plazo su supervivencia y su economía y que cada día lo degrada moralmente más. Si la generación hitleriana tuvo dificultades para explicar a sus descendientes su connivencia con el régimen nazi, el destino moral de nuestra actual generación occidental no va a estar exento de problemas parecidos ante la pasividad reinante frente al holocausto humano y ecológico dominante. La ceguera del Norte respecto a los países pobres del Sur es antigua y paradójica. Un político no muy dado a radicalismos como Willy Brandt la calificó de Iocura organizada". Desdelos años sesenta, cada década se ha abierto con un gran informe mundial que presentaba los problemas urgentes de la Tierra y las respuestas impostergables a los mismos, y se ha cerrado con la incapacidad política de tomar decisiones, con la pérdida de un decenio para el desarrollo y con el agravamiento de los problemas señalados.
La irracionalidad del racionalismo científico occidental es apoteósica: se sabe que la casa está en llamas, se indica dónde está el agua para apagarlas... y se sigue echando leña al fuego. Todos los programas máximos de los grandes partidos occidentales y la gran parte de los discursos de sus líderes están llenos de llamamientos y hasta de propuestas para erradicar las desigualdades Norte-Sur, diversos informes técnicos y científicos indican que estamos ante una situación de no retorno, que. nos encontramos ya "rnás allá de los límites del crecimiento". Nunca como ahora han existido tantas causas para que las razones de la supervivencia y las razones de la solidaridad estén unidas. Alguien tan alejado del talante milenarista y apocalíptico como Peter Glotz ha señalado que Ias reservas de petróleo alcanzan para 28 años con el nivel de consumo actual, las reservas de gas natural alcanzan para 48 años, las de carbón para 260 afios". No se trata, pues, de difundir un clima apocalíptico de final de milenio, sino de enfrentarnos ante la existencia de una serie de indicadores que nos revelan una apocalíptica racional.
Ante esta situación, un grupo de ciudadanos españoles ha decidido rebelarse contra lo intolerable y cultivar el "arte de la impaciencia" del que hablara Brecht en el poema citado. Ellos han alentado la Plataforma del 0, 7% como fruto de uno de los hechos que más han ennoblecido la condición ciudadana en los últimos años: la huelga de hambre de finales de 1993 para presionar a la opinión pública y al Gobierno para que se destine el 0,7% del PIB a la cooperación internacional con los países pobres del Sur. Considero que dicha huelga, junto con el rápido despliegue de un equipo de Médicos sin Fronteras en la guerra de Georgia, han constituido los mejores exponentes de la existencia de una ciudadanía solidaria, internacionalista y anticorporativista, capaz de anteponer el dolor y la injusticia ajenos a cualquier otra reivindicación o dedicación. Éstos son los mejores ejemplos que podemos proponer a nuestros hijos y a nuestros jóvenes para combatir la extensión de la xenofobia y el racismo y para ir caminando hacia una transición moral, una regeneración de nuestra sociedad civil y una nueva repolitización, especialmente de los jóvenes. En estos días, unas cincuenta personas están realizando una huelga de hambre -al modo de la práctica política gandhiana- para recordarnos que la lucha continúa y que están dispuestos a todo hasta conseguir que el Gobierno cumpla los requerimientos de Naciones Unidas sobre el destino del 0,7% y revise en profundidad su política de cooperación.
Pedir el 0,7% de nuestro PIB para el desarrollo de los países del Sur es una forma colectiva de practicar la lucha contra la desigualdad internacional y de movilizarse por la supervivencia del planeta y de todos sus habitantes. El 0,7% es el hilo primero, el inicio del inicio de una movilización de la sociedad civil para que la política estatal de cooperación internacional sepa incidir en las causas que provocan el subdesarrollo de la inmensa mayoría de la humanidad y para que sus fondos se destinen a áreas de prioridad social. El 65% de los españoles apoya esta reivindicación, como lo demostró la encuesta de Demoscopia publicada por EL PAÍS en el pasado mes de diciembre. Negarse a asumirla supondría prolongar la política occidental de ceguera anteriormente denunciada, seguir impulsando una loca carrera hacia el desastre mundial y castrar uno de los movimientos ciudadanos más capacitados para regenerar la vida social y moral de nuestro país.
Rafael Díaz-Salazar es profesor titular de Sociología de la Universidad Complutense.
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