La ciudad se desparrama
Madrid crece, la ciudad se desparrama, no cabemos todos dentro y los que sobran han de buscarse fuera un lugar bajo el sol. Llegan a Madrid viajeros de todas partes para gestionar sus negocios y ordenar sus papeles en la Administración, y si no fuera porque les dejamos hueco, pereceríamos todos en el tumulto. No es cierto que los asuntos administrativos se resuelvan en las comunidades autónomas. Siempre queda el documento importante y la entrevista crucial que se necesitan sustanciar en Madrid.Y la Administración, mientras tanto, crece, para dar cumplida respuesta a esa demanda. Sus covachuelas se multiplican al objeto de dar cabida a la multitud de nuevos funcionarios que llegan cargados de ilusiones, voluntariosos de afanes, vírgenes del absentismo laboral que posiblemente les atacará cuando cumplan el primer trienio.
La función pública ya es un ente autónomo tan abigarrado y potente que desborda al propio Estado, y además constituye una carga económica difícil de soportar. Los ministros de Hacienda tienen la misión de resolver el coste de ese fabuloso monto de edificios, despachos, material inventariable y no inventariable, teléfonos, faxes, vehículos y, principalmente, la nómina de los funcionarios, con sus sueldos base, complementos de destino, pluses y trienios, que constituyen, precisamente, el renglón principal del gasto. Lo cual obliga a incrementar las cargas impositivas y son los propios ciudadanos quienes han de sufragar aquel presupuesto con un porcentaje de sus ingresos.
Pero una cosa es la utopía y otra la cruda realidad, y un problema derivado se les plantea a los ministros de Hacienda: depurar censos, vigilar actividades, inspeccionar cuentas. Es una tarea ímproba, que precisa recursos técnicos y humanos a su vez, y ha de adquirir sofisticados ingenios electrónicos, contratar más funcionarios, que sepan manejarlos con diligencia y pericia para que ningún ciudadano eluda sus obligaciones fiscales. Los funcionarios responsables asumen estos cometidos como si les fuera en ellos la ida, no sólo en aras de la estricta probidad profesional -que la tienen, y muy arraigada , sino porque son conscientes de que, si los ciudadanos no pagan, ellos no cobran. El rastreo, el cálculo, el requerimiento, la inspección y la pena generan complicados trámites, el organigrama burocrático se va enmarañando sin solución de continuidad, ha de nutrir las plantillas con nuevas promociones de funcionarios. Y, de esta manera, la capital administrativa del Reino crece, sus habitantes se ven forzados a desparramarse por los pueblos de la Comunidad e incluso alcanzar a las comunidades limítrofes. Quizá no sea en el año 2000, pero, mediado el próximo siglo, Madrid llegará hasta Cádiz.
La progresión creciente del funcionariado permite determinar estas previsiones mediante una sencilla operación matemática: si 150 años atrás había X funcíonarios y en 1994 han pasado a X elevado a n, en el 2050 serán X elevado a una barbaridad. Expresado el cálculo en otros terminos: España entera. Hace apenas 150 años, la Administración pública se resolvía con cuatro gatos y un ministro, vamos a decir. Reinaba entonces Isabel II, y su Ministerio de Estado que era el más importante del Gobierno, pues atendía las relaciones con el extranjero, diplomacia, tratados de paz, alianza y comercio, entre otros asuntos lo gestionaba una plantilla compuesta por el ministro, el subsecretario, cuatro jefes de sección, cuatro oficiales, siete auxiliares, un archivero y cinco oficiales de archivo: 23 funcionarios en total. Un dispendio para la época, según el pueblo de Madrid, que los acusaba de vivir del cuento y los llamaba chupatintas.
El Ministerio de Gracia y Justicia tenía 29 funcionarios, aparte del ministro; el de Gobernación -que era el más numeroso-, 55, y sucesivamente de igual tenor, hasta sumar un ciento de funcionarios con los que se atendía la gobernación del Estado. Claro que lo que no se quedaba en llantos se iba en suspiros, y la Casa Real consumía la mayor parte del presupuesto para costear el protocolo, los servicios, los servidores, la pompa y el boato: la Mayordomía Mayor mantenía tres jefes, 77 mayordomos, de semana, 48 gentiles hombres de boca y casa, oficiales, secretarios de etiqueta, monteros; y de ahí en adelante, con la Camarería Mayor de la Reina, la Intendencia de la Real Casa, la Alcaldía, la Real Cámara, la Real Capilla... Eran otros tiempos. Si llega a evolucionar la Real Casa al ritmo del surrealista mundo del funcionariado, Madrid no se desparrama: revienta.
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