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La grandeza de Mandela

Las grandes ceremonias oficiales no me conmueven fácilmente. Con demasiada frecuencia son comedias banales interpretadas por gente banal. Pero hay algunas que nos hablan de grandes acontecimientos y sacan a escena a grandes hombres. La toma de posesión de Nelson Mandela como presidente de Suráfrica ha sido una de estas últimas y sólo el cínico más empedernido habría permanecido impasible ante su extraordinaria dignidad y ante el cambio histórico que su toma de posesión simboliza para Suráfrica. Era un auténtico héroe comportándose con toda la magnanimidad, el verdadero signo de la grandeza. Durante 27 años padeció las penalidades e indignidades con las que colmaban a los prisioneros negros de la cárcel más famosa de Suráfrica, Robbin Island.Es difícil darse cuenta de lo que él y los otros prisioneros han sufrido allí. Y aun así, después de tres décadas de tal padecimiento, reapareció para convertir en realidad la esperanza de una reconciliación entre blancos y negros. Lo que ha ocurrido en Suráfrica durante el último mes es casi un milagro. Tras 352 años de conquistar, de esclavizar y oprimir, una minoría blanca de cinco millones de personas ha entregado el poder, sobre sí misma y sobre un enorme y rico país, a una gran mayoría negra mediante la celebración de unas elecciones que los blancos sabían que perderían con toda seguridad. Y eso no es todo, aunque ya sea bastante milagroso: 33 millones de negros cuyas vidas enteras han sido un infierno debido a la infame doctrina del apartheid han aceptado su nuevo poder sin dar muestra alguna de la amargura y la furia que los blancos podían con razón esperar y de las que se sentían merecedoies.

Todo lo contrario, las colas de votantes negros esperando durante horas y a veces días en los colegios electorales han hecho gala de una dignidad y un sentido de las circunstancias que han avergonzado incluso a los más cínicos periodistas y equipos de televisión de Europa desplazados para cubrir las elecciones y el previsto derramamiento de sangre. Y era lógico que se esperase que la sangre corriera. En los últimos años, más de 10.000 hombres, mujeres y niños han sido asesinados en la zona de Pietermaritzburg como consecuencia de las luchas entre los zulúes pertenecientes al Movimiento Inkatha y los zulúes que apoyan al Congreso Nacional Africano. Era poco probable que las jomadas electorales transcurrieran pacíficamente y, sin embargo, eso es exactamente lo que ha pasado. Unos días antes de las elecciones, blancos neonazis pusieron varias bombas en Johanesburgo y en el rand e ininediatamente 36 hombres fueron arrestados y acusados de ello. Pero tras ese momento aterrador, una sorprendente calma descendió sobre Suráfrica mientras continuaban las elecciones para todos los ciudadanos de ese torturado país. Y esa calma persiste. No tengo ni idea de lo que durará. Por lo que yo sé, es simplemente ese silencio que precede a los truenos y relámpagos de una tormenta torrencial. Espero y ruego que no sea así a la vez que me recuerdo a mí mismo que las revoluciones siempre parecen comenzar con esa sensación de euforia y esperanza.

Mi estado dé emoción en la ceremonia tenía raíces distintas a las políticas. El gran arco de los Edificios Union que dominan Pretoria, telón de fondo de la toma de posesión, fue en tiempos el lugar de las oficinas del gobernador general británico y albergó a 1.000 funcionarios imperiales. Ésa fue la época de Suráfrica que mejor recordaba mi madre. Y fue en 1913, el mismo año de la inauguración del Edificio Union, cuando conoció a mi padre en Johanesburgo. Crecí con el estribillo de las historias y recuerdos de los felices días anteriores a la 1 Guerra Mundial, cuando Suráfrica era de verdad la tierra de buena esperanza. El resultado fue que emigré allí en 1951.En esa época, el sueño imperial se había desvanecido y la influencia británica en la política del país había acabado. Los nacionalistas afrikáner que habían deseado una victoria alemana en la guerra habían salido victoriosos en las elecciones de 1948 y el símbolo de la dominación era visible en el Memorial Voortrekker, un amenazador monumento de piedra que sólo alberga la amarga memoria de pasadas luchas contra los británicos y las tribus negras. Los Edificios Union eran simplemente la sede del Gobierno administrativo y estaban ocupados casi exclusivamente por burócratas afrikáner dedicados a establecer su superioridad racial y nacional sobre la tierra. Llegué cuando el apartheid empezaba a entrar en vigor. No era simplemente otra palabra para designar la barrera del color, era algo mucho peor: el apartheid era una doctrina racial y una serie de leyes cuyo objetivo no sólo era separar a la gente de color de la blanca, sino asegurar el sometimiento permanente de los negros a los blancos.

El apartheid fue el instrumento con que los afrikáner pretendían garantizar su supervivencia como pueblo, como volk. Necesitaban un instrumento así. En el mundo, en África, incluso en el país que habían conquistado, eran sólo un puñado aquellos cuyos ante pasados habían renunciado a Holanda, a Francia, a Alemania, en busca de libertad y ha bían forjado un sentido de nacionalidad partiendo del miedo a los negros y del odio a los británicos. Con un fanatismo pro testante y una fe literal en el Antiguo Testamento, sus Iglesias Reformadas Holandesas proclamaban su destino como pueblo elegido por Dios para heredar la tierra de Suráfrica. Contemplar a De Klerk jurar su cargo como vicepresidente junto a Thabo Nbeki, el líder guerrillero adiestrado en Moscú, era ser testigo de una de las re conciliaciones más sorprenden tes en la historia del siglo XX. Si también era una reconcilia ción de los afrikáner con un destino muy distinto al que habían perseguido durante centenares de años, o el preludio de alguna nueva lucha por la identidad nacional, sólo el tiempo lo dirá. Lo que es seguro es que los problemas a los que se enfrenta el nuevo presidente son ame drentadores. Se componen de unos datos económicos claros e inquietantes y de las esperanzas que han puesto 33 millones de negros en su Gobierno electo. Más de la mitad de los negros carecen de empleo, el rand ha perdido valor, la delincuencia ha convertido a Suráfrica en el país más peligroso del mundo y las rivalidades tribales se seguirán cobrando muchas más vidas. Más de cinco millones de blancos, cuyos conocimientos son esenciales para administrar una compleja nación industrial, están esperando con justificada inquietud comprobar si la marea de la opresión se dirige ha cia ellos. Si lo hace, Suráfrica está condenada sin duda alguna. No es un exceso de dramatismo decir que un solo hombre tiene la balanza del futuro en sus manos.Tom Sharpe es escritor británico.

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