El hombre es malo
Cuentan que en una reciente visita al Prado, Norberto Bobbio, el gran politólogo italiano, exclamó ante una cuadro: Ma che saggio questo Goya: sapeva che l'uomo e cattivo (Qué sabio, Goya: sabía que el hombre es malo).Aunque Bobbio siempre se ha identificado con posiciones de izquierda, su visión pesimista del ser humano le aproxima más a Hobbes que a Rousseau. No es que la sociedad malee al individuo, sino que, en ausencia de medidas disuasorias, el hombre se comportaría como un salvaje. Sobre todo, tendería a abusar de su posición, de su poder. Esa visión pesimista le lleva a identificar el sistema democrático con los procedimientos que le son propios antes, que con unos principios ideológicos o proyectos políticos: con las formas, antes que con los contenidos.
El ex ministro Asunción declaró la semana pasada ante la comisión de Justicia que él "no desconfiaba de Roldán. No tenía la menor sospecha". Algo parecido vino a decir Felipe González un día después: "Siempre me ha costado creer que pueda haber personas capaces de utilizar un cargo público para enriquecerse". Esa incredulidad hacia la maldad de los individuos enlaza con una cierta ética de las intenciones característica de los socialistas españoles desde 1982: sus acciones quedan justificadas, si no por los resultados, por la buenas intenciones que las guían.
Sin embargo, el principio democrático es inseparable de la desconfianza: de la prevención contra la tendencia a abusar del poder. Por eso, antes que en buenas intenciones, la democracia se asienta en la existencia de mecanismos que dificulten tales abusos, incluyendo la posibilidad de sacarlos a la luz cuando se producen. Es probable que no hayan sido buenas, sino pésimas, las intenciones de quienes han destapado muchos de los escándalos de corrupción; que sus filtraciones y denuncias no hayan estado guiadas por la generosidad y el principio del bien común, sino por intereses y pasiones particulares. Pero si no los hubieran destapado, permitiendo la reacción de la sociedad contra ellos, la corrupción habría progresado dentro del sistema hasta gangrenarlo de manera irrecuperable. El caso de Mario Conde demuestra eso mismo en negativo: su exceso de blindaje le impidió advertir los síntomas evidentes de la gravedad de su situación.
Alguien que organiza un sondeo sobre si hay ahora más corrupción que durante el franquismo tiene bastantes probabilidades de haber estado en la cola fúnebre de la Plaza de Oriente. Pero esa necesidad de lavar la propia memoria se ha convertido en un poderoso motor de denuncia del poder de Felipe González. Sin la pasión puesta en esa denuncia, hoy no existiría una alternativa conservadora, y la crisis no sería sólo del Gobierno, sino del sistema. Por una parte, la derecha ha tardado tres lustros en dar con un líder que no hubiera hecho parte de su carrera política en el franquismo, lo que ha pesado como una losa sobre sus posibilidades electorales. Paralelamente, el PSOE se benefició de la renta de situación derivada de la identificación de su triunfo de 1982 como la victoria de la democracia (a Suárez lo había puesto el Rey, y ganó las elecciones desde el poder).
Esa ausencia de alternativa verosímil había suscitado un cierto bloqueo político, similar en cierto modo al de Italia, y, como allí, favoreció la conciencia de impunidad en que ha germinado la corrupción. Ahora, merced a los intereses particulares de algunos individuos movidos por el deseo de acabar con González, la derecha tiene la oportunidad de llegar al poder a lomos de la ola anticorrupción. La ventaja comparativa de que había disfrutado el PSOE desaparece y la derecha puede presentarse, como ha lamentado Diego López Garrido, como el partido que "va a lavar la cara de la democracia española".
Para comprobar que son malos basta escuchar lo mucho que se ríen cuando comentan un nuevo escándalo, y el celo con que eligen el día y la hora para soltarlo. Pero su maldad es necesaria para que esto funcione.
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