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La momia de Nixon

En algo hay que creer, en efecto, pero me resisto a aceptar que Nixon puede convertirse en objeto de culto después de muerto, sobre todo si para construir esa iglesia se mutila la conducta histórica del personaje hasta dejarlo convertido en un encantador bonsái. Para muestra, el oportuno botón del artículo publicado en EL PAÍS el 1 de mayo firmado por Hermann Tertsch, equívoco desde el comienzo, cuando parte de la afirmación de que Nixon cometió un error, y lo pagó. Ciertamente, fue su único error porque no supo ocultar en aquella ocasión la fechoría, pero si dejamos el equívoco territorio ético de los errores y pasamos al de las fechorías, Nixon cometió tantas, tantas, y mereció tan decidida atención del Tribunal Bertrand Russell, que sólo la inevitable más que envidiable juventud del señor Tertsch justifica la generosa necrofilia de un artículo dominguero.Reducir al caso Watergate las fechorías de Nixon porque esta vez cometió el error de ser descubierto significa olvidar o querer hacer olvidar una marrullera y criminal trayectoria política que pasa por sus prácticas de palanganero del senador McCarthy en los periodos más sangrientos de su particular inquisición, de poco escrupuloso político al servicio de los lobbies menos decentes de Estados Unidos, de ángel exterminador con napalm incluido durante la parte álgida de la guerra de Vietnam, de gran vencido en esa guerra, de urdidor junto a Kissinger de la destrucción de la vida democrática en el Cono Sur de América Latina a costa de enviar expertos en tortura y golpismo para asesorar a los matarifes locales.

Durante 20 años, ciudadanos norteamericanos de limpísima trayectoria política e intelectual, que van desde Noam Chomsky o Norman Mailer a Philip Roth (autor de una novela inspirada en Nixon), se dedicaron a dejar constancia de la catadura del personaje, sin hacer con ello apología indirecta de regímenes tan canallas como el de Ceausescu o Enver Hoxa, una ya burda confusión del culo con las témporas a la que recurre el señor Terstch para desacreditar a los que siguen pensando que Nixon fue un monstruoso error de la naturaleza. Por ejemplo, todo el desprecio histórico y la náusea que me mereció Richard Nixon no me impidieron condenar desde mucho antes del Mayo francés el comunismo dinástico de Ceausescu o el comunismo patriarcal-cabruno de Hoxa. Pero igualmente resultaría a estas alturas una barata argumentación defender a Nixon de los que no atacaron a Ceausescu, cuando en realidad las principales críticas a Nixon se hicieron desde la propia inteligencia norteamericana, y mal asunto si el señor Tertsch se documenta exclusivamente con Time, vicio frecuente entre los posmodernos, porque le bastaría atender las opiniones que le merecieron a Le Monde Diplomatique este ahora nada exquisito cadáver, para complementar su partipris; y si no quiere recurrir a los liberales radicales a los que he citado, que se lea el libro de Joe McGinniss Cómo se vende un presidente, excelente demostración de cómo se lavó la imagen de Dick el Sucio o Dick el Embustero, según los gustos, para que pudiera ganar las elecciones. Todo ese material era habitual en los años de la "vivencia Nixon", que coincidieron con mis trabajos como comentarista de política internacional en el diario Tele Express, trabajos que, obviamente, no me permitían, aunque lo hubiera querido, hundir a Nixon para alzar a Ceausescu. Nixon y Ceausescu eran y son objetivamente insalvables.

Pero más alarmante que esta nixomanía necrofílica y amnésica es la añoranza de que cualquier tiempo pasado fue mejor en cuanto a líderes de política internacional. Desde una suposición completamente subjetiva, el señor Tertsch sospecha que Nixon o Churchill (le va la derecha dura) sí hubieran sabido qué hacer en Bosnia, sospecha gratuita porque Nixon sólo supo hacer una cosa ante su más cierto desafío histórico: rendirse en Vietnam. Me sorprende que tan buen conocedor de la cuestión posyugoslava como Hermann Tertsch practique un reduccionismo tan achicado.

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¿Para sancionar lo que está pasando en Bosnia o en toda la ex Yugoslavia sólo hay que tener en cuenta "lo que no han hecho" los mediocres líderes actuales, pero no lo que han hecho: aplicar la doble verdad, lamentar la suerte de los pobres bosnios mientras dejaban hacer a serbios y croatas, en los que confían más como futuros vertebradores de la zona? ¿Qué hubieran hecho Nixon o Churchill, los dos símbolos del liderazgo, brillante para Hermann Tertsch? ¿Intervenir? ¿Simplemente armar a los bosnios? En efecto, sorprende la grandeza de alma de Nixon en los parráfos que dedica en sus memorias a la causa bosnia, pero ése es el motivo principal para sospechar que esas memorias no las ha escrito él y que hay en esa declaración de amor bosnio más voluntad marrullera de cuestionar a Clinton que de ayudar a los bosnios y al fair play étnico. Que la reacción de Nixon o del adorado Churchill (exterminador de negros africanos y de anarquistas londinenses) hubiera demostrado una mayor virilidad como líderes es una conclusión a la que el señor Tertsch llega desde el enamoramiento por los líderes bien dotados, no desde el cálculo de probabilidades de intervención real que se dieron en Yugoslavia desde el comienzo, cálculo que condicionó las decisiones en política internacional norteamericana a partir de los años cincuenta, estuviera quien estuviera en la presidencia.

Discutible una argumentación en la que para llorar por la pérdida de los líderes de antaño se tenga que pasar por encima del poscomunismo recalcitrante, la suciedad histórica de un político tan miserable como Nixon rodeado de sus más espectaculares víctimas: los Rosenberg, los chamuscados por el napalm o el cadáver de Allende, tremendos testigos de cargo. Yo creía que los no afectados, como el señor Tertsch, por el síndrome del Mayo francés se habían liberado también del culto a la personalidad, pero compruebo que no, que necesitan creer en alguien y en algo y que tal vez se trate sólo de una cuestión de mal gusto, aunque resucitar la momia de Nixon tampoco va a conseguir exorcizar la momia de Lenin.

Creo más bien que los amnésicos nixonianos post morten, al advertir que se les oponía el simple ejercicio de la memoria histórica para desmontarles la caprichosa operación necrofílica, se refugian en el sostenella y no enmendalla. ¿Por qué no se hacen kissingerianos, otro matarife importante, pero que al menos tuvo el buen gusto de ligar con Jill St. John?

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