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Final de partida

Antonio Elorza

No veo muy clara la aplicación del símil militar a la reciente línea de actuación política de Felipe González. Más bien, la estrategia del presidente habría sido en todo momento la de un jugador, embarcado en una partida muy peligrosa, con las mejores bazas en mano de sus oponentes, pero donde él conserva la banca y desde ahí puede incluso modificar las reglas del juego en curso e introducir nuevos trucos para mejorar su resultado final. Por eso en modo alguno está dispuesto a renunciar a tal posición de ventaja colocándose en igualdad con los adversarios (lo que en este caso representarían las elecciones anticipadas), por no hablar de una retirada del juego en forma de dimisión.Esto explica que la corrupción como objeto de análisis haya quedado paradójicamente fuera del discurso político de González y sus seguidores. Por supuesto, se ven abocados a hablar de ella, pero siempre en la forma de unos casos concretos, perfectamente individualizados, que el azar quiso que recayeran sobre los gobiernos socialistas. Éstos, ingenuos, según las palabras de González en Sevilla, "no estaban preparados" para prevenir esas conductas perversas de los infiltrados. Y se refugian en el sentir del conjunto de los ciudadanos, "abochornados", convertidos en espectadores irritados de cuanto sucede. Pretender una investigación más amplia sobre los ámbitos institucionales donde tuvo lugar la corrupción equivale a instaurar la cultura de la sospecha, sugiere el ministro Belloch, evocando, como hiciera antes Solchaga, el fantasma de la Inquisición. Los celotas hablan incluso de "histeria colectiva". Así que, una vez resueltas las infracciones individuales, la corrupción se sitúa en el futuro, como blanco de la acción moralizadora del Gobierno y, nueva paradoja, como soporte de la continuidad de Felipe González, dispuesto a lavar su honor mancillado por el engaño.

Claro que para convencer a la gente de lo anterior hace falta borrar toda sospecha de connivencia entre la Administración de González y sus corruptos ya conocidos, lo cual es difícil tras la fuga de Roldán. Entra en juego la recomendación que hiciera Maquiavelo en El príncipe sobre la necesidad de extremar la crueldad hacia los instrumentos del poder, cuya conducta les hiciera detestables al pueblo: "La ferocidad de tal espectáculo", cuenta a propósito de la ejecución pública de Remirro de Orco ordenada por César Borgia, "hizo a aquellos pueblos permanecer satisfechos y asombrados". Era indispensable, pues, un montaje como el encarcelamiento de los villanos supervivientes, Rubio y De la Concha, ya precedido de la acción demoledora sobre el primero en la comisión parlamentaria, para que Felipe pudiera hablar con la cabeza alta en su conferencia de prensa. Quedaba mostrada su intención de ser implacable, sin necesidad de las explicaciones que cualquier presidente de un Gobierno democrático hubiera tenido que dar en la circunstancia. Y como el caldo salió bien, dos tazas. ¿No se conocían de antemano las condiciones de inseguridad de Carabanchel?

Pero venía bien que, del mismo modo que el don Juan de Molière se casaba todos los días, Rubio y De la Concha fueran encarcelados un día tras otro. A los ciudadanos les gusta, y de paso queda tapada en "las urnas" la dimisión de Garzón.

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La construcción de la noticia fue perfecta en el telediario de TVE-1, el sábado por la tarde, modelo una y otra vez de cómo la información real es reemplazada por una información reconstituida, en que la idea previa de lo que se va a transmitir, como en los noticiarios de tradición autoritaria, convierte a la supuesta crónica en sucesión de ilustraciones del mensaje de propaganda. Primero, el nuevo encierro de los dos, con el injerto de imágenes de archivo no señaladas como tales, donde los ciudadanos acosaban a Rubio tras salir de las Cortes. A continuación, González se exculpa y promete rigor desde el mitin de Sevilla. Por último, la dimisión de Garzón, con comentarios oficiales, que a la luz de los datos antes comunicados sólo puede responder a razones subjetivas, de ambición personal frustrada.

El montaje es bueno, quizá eficaz, pero en nada borra la objeción principal: el Gobierno de González no ha participado para nada en el descubrimiento de los fenómenos de corrupción y aún ahora se niega a afrontar los procesos, proporcionando una explicación satisfactoria de los mismos. En este contexto, el episodio Roldán aparece como prueba en contra de la credibilidad (sic) gubernamental, y no por la huida, sino por el posterior encubrimiento de lo sucedido. La sensación de seriedad que diera por un momento la dimisión del ministro Asunción se diluyó inmediatamente con sus cuatro horas de silencio hablado ante la comisión parlamentaria.

Ni él ni González parecen tener nada que contar sobre el entramado de corrupción existente en tomo a Roldán, las condiciones de su fuga, e, incluso, para Belloch, el problema principal se desplaza hacia el malestar de la Guardia Civil. Pues bien, al margen de lo que este comportamiento tiene de antidemocrático, tal desinformación tiene una vertiente suicida: sirve para hacer más verosímil la hipótesis de la huida pactada o consentida que la del descuido de vigilancia. Ni más ni menos.

Tampoco Solchaga tuvo nada que decir, salvo la consabida alusión al engaño sufrido, y por tanto nada hay que investigar sobre eventuales relaciones entre la política del Banco de España durante la etapa de Rubio, y los procesos de especulación fraudulenta. Al margen de los listados de cuentas y operaciones, resulta inverosímil que otros responsables de la institución desconocieran cuanto pasaba en el famoso despacho, y que las medidas adoptadas por el banco respondieran al más puro interés nacional, mientras la trastienda era como era. Y esto es lo importante: los seis millones de fraude fiscal son calderilla, útil sólo para encubrir la realidad.

O todo es absurdo o encaja demasiado bien para ser casual y responde a una estrategia de juego bien clara: saltar el obstáculo de la corrupción y mantener, cueste lo que cueste, fuera de campo la figura de González.

Objetivo lógico únicamente de existir su responsabilidad. Los costes de la ocultación sólo se justifican si hay algo que ocultar; de otro modo, González no habría vacilado en encabezar la operación de limpieza, igual que al llegar el peligro ha promovido las dimisiones. Son sacrificios de calidad, en este extraño ajedrez. Se trataría, como Ricardo III, de cobrar aspecto de santo cuanto más se actúa como diablo ("and seem a saint when most I play the devil").

Dentro de esta estrategia de juego elegida, hábil y dura, toca ahora, aunque otra vez resulte paradójico, pasar a la ofensiva, utilizando a fondo, hasta quemarles si es preciso, al partido-altavoz y a los medios de comunicación propios. Garzón ha sido la primera víctima: la cosa no está para reservas de conciencia. Además, González no deja que queden cuentas sin pagar y el juez debía lo de la comisión Filesa. Hay que jugar a fondo a revesa, como diría Quevedo: forzar las. tretas que hacen ganar volviendo las cosas del revés. González acaba de dar dos ejemplos, uno en el Congreso del PSOE, convirtiendo las protestas de obreros a la puerta contra "la cueva de Alí Babá" en signo de vitalidad del partido, en prueba de su presencia en la sociedad. El sábado en Sevilla repetía la demostración, pidiendo un aplauso para los mismos trabajadores que en ese momento eran apaleados y detenidos a las puertas del mitin. Todo vale, con tal de lograr el 12 de junio un resultado discreto desde el cual proclamar que los votos le han absuelto, le han dotado de un bill de indemnidad frente a los sicofantes del PP.

Los disconformes seguiríamos con el complejo, ahora agudizado, de pertenecer a una sociedad que permanece bloqueada ante una puerta invisible, como los personajes de El ángel exterminador, en la incapacidad de promover un relevo en la jefatura y en los modos de Gobierno (que no sea la entrega a quienes se autodefinen políticamente, poniendo calles a Fernando VII). La razón de ese bloqueo no reside solamente en el apego de Felipe González al poder: es que ha conseguido convencer a muchos de que sólo él es y puede ser el poder.

es catedrático de Pensamiento Político de la Universidad Complutense.

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