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Por culpa de una momia peruana

En medio del ondular de lo inestable, la figura central de El grito (la que pregona el título) da más miedo por aquello de lo que carece que por lo obvio de su proclama. Posee una cabeza que titubea entre ser apagada bombilla o macilenta calabaza; en cualquier caso, ojos, nariz y boca son puros orificios, oquedades diáfanas. Y las manos se adhieren, como por vez primera, y última, a esa emblemática ocasión calva. Y el cuerpo asexuado, se tambalea. He ahí, deshilachado sobre un puente, el metafísico espantapájaros con el que el siglo XIX nos avisaba.Su creador, el noruego Edvard Munch (1863-1944), ha pasado a la memoria rápida de la clase media estudiosa como misógino, amante de la morbidez y de estilo pictórico inclasificable. Para aclarar esto último, se sigue echando mano todavía de la opinión de Karl Schefler: "un romántico que no puede mentir". Devoto de Strinberg y admirador de Nietzsche, Munch puede llegar a ser menos literario y menos filosófico de lo que su locura dejaba imaginar.

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La rocambolesca historia del robo de 'El grito'

Concretamente, El grito, de 1893, está basado en una figura vista "al natural" en París. Se trata de una momia peruana con las manos ceñidas a la cara y las piernas atadas al cuerpo, perteneciente al Musée de IL'Homme. También Gaugin la utilizó como modelo. Pero Munch hizo de la reliquia peruana un estandarte existencial.

Luego vinieron los freudianos a otorgarle una sintaxis vanguardista a semejante grito. Pero el verdadero, el primordial, era peruano y venía de atrás.

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