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El poder y las cacerolas

Un descalabro brutal. No hay otras palabras para describir lo que les acaba de ocurrir a los conservadores británicos en las elecciones municipales. Razones para explicarlo hay muchas. La debilidad de John Major, las divisiones internas del partido y las subidas de impuestos son algunas de las más inmediatas. Pero esas explicaciones son incompletas si no se añade el hecho capital de que los conservadores llevan gobernando el Reino Unido desde 1979.Diez años -15 en el caso británico- es mucho tiempo en este acelerado final del segundo milenio. Hace diez años, no usábamos ni fax ni ordenador portátil ni teléfono inalámbrico ni vídeojuegos ni discos compactos. No teníamos televisión por cable y por satélite y la mayoría creíamos que lo de la realidad virtual era cosa de ciencia ficción. Tras el muro de Berlín, el comunismo seguía abrumando a media Europa. Incluso se practicaba el sexo sin miedo al sida.

Hace una década, Ronald Reagan y su lugarteniente George Bush capitaneaban desde la Casa Blanca la ofensiva final de la guerra fría, y Margaret Thatcher era la dama de hierro que refulgía en Downing Street. Mijail Gorbachov estaba a punto de comenzar a desmantelar el imperio soviético; Giulio Andreotti y Bettino Craxi hacían y deshacían gobiernos en Italia; François Mitterrand no llevaba demasiado tiempo en el Elíseo, y dos recién llegados lideraban Alemania y España: Helmut Kohl y Felipe González.

Es muy posible que los últimos 10 años hayan sido los más vertiginosos de la historia reciente; al menos, esa es la impresión que han dado. En cualquier caso, lo seguro es que los líderes de los ochenta se han ido quemando en el protagonismo de década tan prodigiosa. Su foto de familia presenta ahora muchos huecos. Los republicanos norteamericanos se fueron de la Casa Blanca al cabo de 12 años. A Thatcher la echaron sus propios colegas conservadores. Gorbachov fue jubilado por la desaparición de la URSS. Andreotti y Craxi se vieron arrastrados por la operación Manos Limpias. A los socialistas franceses los defenestraron las urnas -Dix ans, va suffit- y a Mitterrand le queda un año para jubilarse. Kohl, por su parte, lo tiene crudo en los comicios alemanes del próximo otoño.

Las opiniones públicas de los países democráticos. parecen coincidir en situar entre dos y tres lustros el tiempo máximo que consideran razonable para el ejercicio del poder. Es como si intuyeran o supieran que, a partir de determinado momento, los gobernantes actúan desconectados de lo que ocurre en la calle, pierden en _eficacia e imaginación y se sienten tentados por el enriquecimiento o por la convicción de que son imprescindibles.

Para evitar problemas y mejorar la eficacia de sus gobernantes, Estados Unidos se ha dotado de la limitación de la estancia personal en la Casa Blanca a dos períodos de cuatro años. En Francia se debate ahora la conveniencia de establecer un máximo de dos mandatos presidenciales de cinco años no prorrogables. Y en los países en que no existen limitaciones legales, los mismos electores se van encargando de poner punto final a la vida de los gobiernos. Los ciudadanos occidentales creen en los vicios del apoltronamiento en el poder y en las virtudes de la alternancia para removilizar a un país.

El correoso González se está convirtiendo en uno de los últimos supervivientes del grupo de líderes que posaban en las fotos de familia de los ochenta. Ha ganado más elecciones que ninguno y en las últimas, las de junio de 1993, sorprendió a tirios y troyanos. Pero en los problemas que ahora debe afrontar -escándalos de corrupción, dificultades para convencer en la lucha contra el paro y divisiones en su partido- influye no poco el hecho de que lleva más de 11 años en La Moncloa. Sus incondicionales creen que saldrá del atolladero y seguirá gobernando hasta el final de esta legislatura, como mínimo. Si lo consigue, se convertiría en el decano de los líderes de la Unión Europea. Ello probaría que España sigue siendo diferente o que González es un genio de la política. Pero ahora va arrastrando las cacerolas de una larga gestión; y si continúa, arrastrará más. No es nada anormal, es lo corriente en los países democráticos. Que se lo pregunten a los tories británicos.

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