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La capital, a Barcelona

Tardaré en olvidar lo que me dijo la joven escritora portuguesa Lidia Jorge cuando, en una visita a Madrid, le pedí sus primeras y sinceras impresiones sobre la ciudad: "Unos cuantos edificios con vocación imperial en mitad de una granja". (Espero que me perdone esta infidencia).No le falta razón, si bien se mira, y a la frase se le puede dar la vuelta, como en un anuncio, para que pierda su ingenio literario y se convierta en un eslogan. Por ejemplo, Madrid, gran ciudad y al tiempo campo, o donde la grandeza lleva boina, o metrópoli y aldea, o donde los campesinos custodian la Historia, o, etcétera. Pero se le dé la vuelta que se le dé, o lo que es lo mismo, se la falsifique como se la falsifique, reconozcamos que llamar granja a Madrid, una vez olvidado San Isidro, no se corresponde ni por el forro con el menos optimista de los tópicos locales.

No hace mucho Jordi Pujol le hizo una visita de cumplido al alcalde Álvarez del Manzano y dijo una trivialidad que por una vez resultaba muy reveladora. "De vez en cuando hay que recordar que Madrid es también una ciudad", reconoció, o algo así, mientras aceptaba una reproducción en plata de la Puerta de Alcalá. (¿Por qué los regalos oficiales son -siempre- tan inútiles, caros y obvios, y casi siempre de mal gusto?). Lo que tiene de irritante la frase de Pujol es que para los cerca de cuatro millones de ciudadanos menos unos cuantos miles que vivimos aquí, Madrid es solo una ciudad, con todo lo que eso conlleva, y le regalaríamos a Pujol o a quien lo quiera todo el pesadísimo subtexto que implica ser la capital del antiguo imperio: que cada uno ponga el subtexto que prefiera porque hay mucho donde escoger. Venga a aguantar atascos y especulación, venga a soportar el ruido que producen la capitalidad, la historia y los ministerios del imperio, para que luego venga un procónsul a mofarse de la metrópoli y a cantar indirectamente las alabanzas de la vida rural, o al menos alejada del centro.

Bien mirado, tampoco a Pujol le falta razón, y no soy yo el primero que lo dice. Barcelona -una de las ciudades más bellas de Europa y por tanto del mundo- no sería lo que es si los clanes de su burguesía no hubiesen tenido las manos libres y el tiempo necesario, lejos de la política capitalina, para pelearse a muerte y permitir, de carambola, el florecimiento de un loco, Gaudí, que les desmentía. Salvedad hecha de episodios siniestros como el del alcalde Porcioles, que a mediados del franquismo casi consiguió cargarse la ciudad -con el mismo entusiasmo popular con que se destruyó la costa catalana, todo hay que decirlo-, los barceloneses siempre han tenido tiempo para pensar en sus calles, para discutir sobre el color de los bancos públicos, para cultivar tradiciones locales como las de las monas de Pascua, y para iniciativas populares tan discutibles pero tan envidiables como el Liceo.

En Madrid, las últimas discusiones que recuerdo de cuando había dinero son -y no quiero ser cruel- la Esfera Armilar y los supositorios de la Puerta del Sol. He oído en alguna parte que ahora el Partido Popular pretende edificar de golpe 70.000 viviendas en la periferia de Madrid, pero la visión es tan dantesca (dantesca del séptimo círculo, para ser exactos) que desafía mi credulidad: no puedo aceptar que esta ciudad haya abandonado tan completamente todo sentido del matiz como para permitir semejante atentado de imposible enmienda. ¿Por qué seguiremos con el síndrome de construir ciudades sanitarias o barrios del Pilar (la mayor densidad de Europa)? Luego nos prometerán parques en terrenos como La Vaguada y un alcalde cualquiera los entregará a un supermercado y contratará a un arquitecto tan sólo famoso para maquillar inútilmente tanta fealdad. ¿Por qué será que nunca aprendemos la lección?

Quizá nada de esto ocurriría si Madrid perdiera su capitalidad. La capitalidad se iría a otra parte y nosotros podríamos decir: "Mira, resulta que Barcelona (o Sevilla, o San Sebastián, o Albacete) es también una ciudad". Y mientras tanto podríamos regar una ciudadanía que, libre de las intrigas y tentaciones de los ministerios, creciera cultivándose y construyendo poemas en forma de casas como las de Gaudí.

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