Suráfrica
Tal como está el mundo, lo de Suráfrica es un final feliz. Con su peligro inminente de guerra civil entre dos tribus -una de ellas, los zulúes, alimentada a los pechos del régimen racista, como los colonos en Israel- y de otro conflicto no menor -aunque sin sangre, por el momento- entre la tribu de los blancos buenos y la de los blancos malos, y con el potencial de un baño de sangre generalizado que puede surgir en cualquier momento. Pese a todo, lo de Suráfrica es un final feliz, porque algo profundamente perverso, el dominio de una raza sobre otra, la aniquilación sistemática del distinto -y no sólo fisica: el proyecto de devastar su inteligencia mediante la discriminación en la educación fue aún más maligno-, la explotación económica de millones de personas: todo eso termina ahora, al menos desde el punto de vista de la ley, lo que no es poco.Pero como en una pesadilla redundante, la misma flojera internacional -por llamarla de alguna forma- que permitió en su momento el establecimiento del apartheid y que diariamente consiente o participa en la destrucción de los más débiles -y hay muchas fórmulas: desde armar a los contras hasta rechazar a los fugitivos haitianos, desde derribar a los presidentes electos hasta impedir la venta de armas a los musulmanes bosnios- ha dejado crecer el cáncer de la violencia étnica en el vientre de Europa. Lo que ocurre en Bosnia no es una espantosa novedad, sino el síntoma más cercano de una enfermedad que, antes y ahora, viene manifestándose.
Por todo ello, y pese a que lo de Suráfrica es un final feliz, esta noche me voy al cine, porque hace ya mucho tiempo que sé que sólo en las películas se dan los happy endings de verdad.
Lo que la ONU necesita son buenos guionistas.
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