Luz inglesa de Freud
Lo primero qué atrae cuando se miran en el Reina Sofía los cuadros de Lucian Freud no es el color o la textura de la carne humana, ya anticipados en las reproducciones, sino algo que difícilmente puede ser apresado por ellas, la calidad de la luz, que es una luz exacta de Londres, de media mañana o media tarde, una luz lisa, de color gris claro, de mañana o tarde fría y sin viento, con el aire humedecido por la lluvia reciente, de una apariencia absoluta de inmovilidad, menos semejante a la luz de] sol que a la de esos tubos fluorescentes que en los países invernales permanecen encendidos todo el día, y cuya claridad se confunde sin matices con la que fluye invariable tras los cristales de las altas ventanas, subrayando así la palidez cruda y rosada de los rostros, el ensimismamiento de quienes pasan demasiado tiempo sumergidos en luz artificial.Lucian Freud, que es un maestro de la pura presencia humana, del cuerpo solo, desnudo y erguido como un árbol o como un dios de un culto arcaico y olvidado, es también, de una manera más indirecta y sutil, el retratista de esa luz triste de Londres, de esos edificios de ladrillo marrón oscuro, acaso con dinteles blancos y puertas pintadas de colores vivos, que parecen siempre empapados de humedad y se prolongan iguales a sí. mismos hasta una distancia gris de tarde despoblada. En sus cuadros de vegetación, los verdes intensos y feraces que vemos, recién lavados siempre por la lluvia, son los de esos jardines descuidados que se ven al pasar junto a algunas verjas de Londres, y al reconocerlos en la pintura casi no llega el olor a tierra removida y empapada, densa de raíces de agua: jardines como bosques secretos, encerrados tras muros negros de ladrillo, jardines traseros fracasados, convertidos en muladares sórdidos, de una laboriosa sordidez londinense, oculta, como las habitaciones sin baño y con linóleo sucio de los hoteles, tras una apariencia impecable de dignidad urbana.
Igual que en los retratos del renacimiento suele verse, tras la efigie del modelo, un paisaje entre naturalista y alegórico, en los de Freud hay a veces una ventana que da a un panorama horizontal de tejados con luz de tarde de febrero o a la acera de una calle por donde no pasa nadie: pero el interior de las habitaciones que esas ventanas iluminan no es más cálido ni sugiere más hospitalidad que la intemperie gris, y en los ojos de algunos de los personajes que posan o permenecen en ellas, del todo ajenos a la presencia del pintor, hay con frecuencia una grisura semejante, un gris de lejanía, de ausencia, de reflexiva o desesperada quietud. La luz inglesa de Freud es una luz de tardes extranjeras, de fin de semana anglosajón, eterno y lluvioso, deshabitado y sepulcral.
Es el hábito de esa luz muerta, de las penumbras interiores sugeridas por ella, lo que da a las figuras desnudas de Freud su tonalidad de desvalimiento, su impudor de cuerpos no acostumbrados a mostrarse, no enaltecidos por la mirada de nadie ni por la plena luz solar. En general, los desnudos de la pintura, incluso de la pintura moderna, tienden a ser desnudos de los que se excluye el pudor, por la simple razón de que no se nos ocurre imaginar que esos cuerpos admirables que vemos hayan podido llevar ropa: la Olimpia de Manet, la Venus del espejo de Velázquez, las mujeres desnudas esculpidas por Gargallo o Picasso, muestran una desnudez que se nos antoja tan natural como la de Adán y Eva en el paraíso, la desnudez abstracta y casi asexuada de las modelos académicas. Las mujeres y los hombres desnudos de Lucian Freud tienen todo el desamparo o la arrogancia de los cuerpos comunes, empalidecidos y reblandecidos por la ausencia de luz, gastados y flojos por los años, maltratados y al mismo tiempo ennoblecidos por la experiencia del deseo y de la soledad, por las usuras de la vida diaria.
A veces, cuando los personajes están vestidos con chaquetas y pantalones oscuros, con neutras ropas inglesas, uno intuye la desnudez que hay debajo, la carne oculta y obscena, la piel incolora o rosada, tersa o floja, recóndita, rozada por lana de jerseys, lacerada por el cuero de los zapatos, enrojecida, palpitando en secreto, imperfecta y ávida, tan hostil en el fondo al contacto de la luz del sol, tan vulnerable a ella como esos organismos que sólo pueden sobrevivir en la oscuridad.
Pero es justo por eso por lo que los desnudos de Lucian Freud nos sobrecogen tanto, por la actitud de valentía y audacia que hay en cada uno de ellos, por la evidencia de una piel que acaba de desprenderse de su protección y su máscara y se ofrece a nosotros sin la disculpa y la neutralidad estética del modelo cuyo oficio es estar desnudo.
En esos cuerpos alumbrados por una luz hostil, tendidos en suelos ingleses de linóleo, en sofás de tapicería marrón, en camas con las sábanas amontonadas y más bien sucias, hay una definitiva humanidad, una presencia tan irreductible como la de las estatuas antiguas, una rudeza tan arcaica y tan de ahora mismo como las turbulentas pinceladas del óleo que uno percibe con gradual asombro a medida que se aproxima a los cuadros, avanzando así, en la travesía breve de unos pasos, de una apariencia de claridad y frialdad a una materia apasionada y furiosa: el óleo extendido o aplastado encima del lienzo, los grumos, los brochazos, las pinceladas sabias y rápidas, la pura celebración del acto de pintar. A esa tarea artesanal y fanática sigue dedicando su vida Lucian Freud, encerrado, a los setenta y un años, en la luz depresiva de su estudio de Londres, viejo y fuerte, glorioso y sombrío en la plenitud de su talento, pintando como si nos desafiara, como parece que desafía a la mirada del espectador en ese autorretrato en el que está desnudo y encorvado hacia adelante, calzado con unas botas viejas, sosteniendo la paleta y el pincel en una actitud de inminencia y acecho que es también un gesto de heroísmo; en la pintura de este lánguido Fin de siglo, nadie permanece más solo, más orgulloso y singular que Lucian Freud.
Babelia
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