El pianista
Mi compañero de página, y sin embargo amigo, Ricardo Cantalapiedra escribía el otro día en este periódico uno de los más bellos obituarios que recuerdo haber leído, Espérame en el cielo lo titulaba, como el bolero, y se lo dedicaba a César Martínez, el viejo pianista del Avión, que acababa de morir prácticamente solo en la residencia de ancianos en que vivía tras una vida entera dedicada a amenizar con su piano las noches de Madrid y, significativarnente, tan sólo días después de que cerrara precisamente el club en el que había tocado noche tras noche durante los últimos 30 años de su vida.Yo apenas lo conocí. Recuerdo haber caído alguna vez por el Avión, hace ya muchos años, cuando llegué a Madrid, pero recuerdo su silueta solitaria y callada sentada ante el piano y envuelta por el humo del cigarro que siempre tenía en los labios, con esa fuerza extraña que solamente tienen las imágenes que, sin saber muy bien por qué, pasaron a formar parte de nuestra propia vida. Porque no necesariamente la cosas o las personas que más cerca tenemos de nosotros son los que más huella dejan en nuestra alma; a veces es lo efímero, lo que apenas sentimos, o conocemos, o amamos, lo que se prende con más fuerza en nuestra memoría y lo que nos acompaña mientras vivimos. Por eso, el otro día, cuando lo he vuelto a ver, mirando hacia la cámara y de espaldas al piano ante el que el viejo César seguirá siempre sentado mientras exista esa fotografía, he sentido una extraña nostalgia; extraña porque no me corresponde y porque no debería sentirla. Al fin y al cabo, César no fue mi amigo.
Y sin embargo, la siento. Seguramente porque en el viejo César, el pianista del Avión Club, estoy viendo a todos los pianistas, a todos esos músicos silenciosos y anónimos que le pusieron eco a mis sueños y que alegraron o entristecieron mis noches de juventud y que un día hicieron mutis por el foro, sin hacer ruido, sin reverencias, con la elegancia y la discreción con la que vivieron siempre y con la satisfacción callada de quien sabe que ha cumplido su papel. Cada uno de ellos se llevó un jirón de mi vida, me dejó un poco más solo y menos joven y me empujó hacia el presente sin compasión, aunque cuando se fueron ni siquiera me diera cuenta de que con cada pianista que muere se muere Dios.
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