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El estadio de la muerte

Abandonados a su suerte, miles de refugiados se hacinan bajo las gradas en medio de sangre fresca, cadáveres, barro, hambre, malaria y disenteria

Alfonso Armada

Si alguien quiere saber dónde late ahora el corazón de las tinieblas no tiene más que visitar el estadio de Kigali. Bajo las gradas, con los pocos enseres que han podido salvar y algunas cabras, miles de ruandeses viven y mueren cada día. La sangre fresca se mezcla con el barro, los muertos con los vivos, los heridos con los aterrorizados, los enfermos de malaria y disentería con los sanos, que cantan para apagar el fragor de las explosiones."Disparan contra la gente. Pero no podemos hacer nada. Esto es un holocausto", exclama, con los ojos en blanco, el capitán Morshed, uno de los 500 cascos azules bangladeshíes que resisten el aguacero de muerte.

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Matanza en el estadio de Kigali

Viene de la primera páginaSon las diez de la mañana y ya han muerto 30 personas y 145 han sido heridas. "No hay vendas, no tenemos agua ni medicinas. No hay nadie de la Cruz Roja ni del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR). Esto es un infierno". La catástrofe humanitaria que padece Ruanda donde ya han muerto decenas de miles de personas, es imparable, mientras las unidades belgas de la ONU abandonan el terreno y los bangladeshíes comienzan a imitarles. Ruanda parece abandonada a su suerte.

Si alguien quiere conocer el rostro del horror no tiene más que volar desde la tranquila Nairobi: dos horas de viaje en un avión militar sobre la hermosura incomparable del lago Victoria. En Kigali, la capital de Ruanda, el estruendo de los cañonazos y las ráfagas de las ametralladoras se multiplican en el cráter del estadio Amahoro (paz, en kiyaruanda, el idioma oficial, junto al francés). Las fuerzas del Frente Patriótico Ruandés (FPR), que controlan las proximidades del estadio, disparan sus morteros contra las tropas del Gobierno provisional y de la guardia nacional, que replica con morteros y artillería. En medio, el blanco es el estadio.

El fracaso de la ONU

Hay muertos sobre colchonetas tendidas en medio del campo, cinco cadáveres aún calientes. "En la parte de fuera hay 22 muertos más. Estaban durmiendo allí, al raso, cuando un mortero les mató esta mañana", dice el capitán Mosadeq, también de Bangladesh, la nación que, con 800 hombres, más ha contribuido a la Misión de Asistencia de las Naciones Unidas a Ruanda (MIANUR). Una misión fracasada.

Las elecciones previstas para el año próximo no son más que un sueño imposible. Ruanda, uno de los países más castigados del mundo, retrocede unos años cada día. Hay heridos en medio de colchones manchados de barro, atados de ropa, cazuelas que hierven un líquido sombrío, cabras que ramonean la hierba inútil del estadio. Y un rastro de sangre fresca, aguada, que no se quiere coagular y que lleva a la enfermería.

El dispensario es un cuarto infame, un antiguo almacén de material deportivo. Un manojo de pértigas azules comparte estantería con trapos y una botella de desinfectante. Es todo el material clínico que hay. El suelo, de cemento, se pega a los zapatos: una película de barro con charcos de sangre. Muchachos y hombres, sanos y heridos, se aprietan contra las paredes. Voluntarios de la Cruz Roja, con un mandilón que exhibe una tosca cruz roja pintada a mano, tratan de ayudar. Los dos únicos médicos se muestran impotentes. "No podemos hacer nada", dice Prudence Sinigenga, un joven doctor de Kigali. Su compañero, que no quiere dar el nombre, trata de disimular las lágrimas que le arañan los ojos. Su asistente se apoya contra un estante. Tiene malaria.

Otro bombazo hace que las gradas se estremezcan hasta los cimientos. Todos, en esta sórdida enfermería del fin del mundo, se agachan instintivamente para esconderse del nuevo golpe.

En un folio, escrito a mano, está reflejado el parte médico desde el pasado 15 de abril: 20 heridos graves, 150 heridos de diversa consideración, 150 enfermos de malaria, 115 con diarrea, 32 con disenteria. "En lo que va del día [-no eran más que las diez de la mañana-], 30 personas han muerto y 70 han sido heridas". La guerra había empezado de nuevo a las cinco de la madrugada, cuando las sombras de la noche aún no se habían disipado.

Desde el pasado día 8, dos días después de la muerte del presidente del país Juvenal Habyarimana, la gente de Kigali y de los pueblos limítrofes empezó a buscar cobijo en el estadio. En su recinto, 100 han muerto y más de 500 han sido heridos. Una furgoneta de la ONU, con tres heridos en la trasera, se abre paso a bocinazos. Va camino del hospital, "pero aquello está mucho peor", añade el capitán.

Una tanqueta blanca de la ONU bloquea la entrada principal. En la garita de las taquillas, dos soldados bangladeshíess se guarecen del miedo y del aguacero de fuego. En la explanada central, la bandera de Ruanda ondea a media asta.

"No hay agua, no hay medicinas, no hay comida. Esto es peor que el infierno", dice el capitán Morshed, que en su cámara guarda imágenes terribles. "Hacemos informes todos los días, pero nadie hace nada. Civiles y cascos azules somos el objetivo de las dos partes. No podemos hacer nada. Compartimos nuestra comida con ellos. Pero estamos atados de pies y manos por el mandato de la ONU".

Las fuerzas de paz abandonan Ruanda, el Consejo de Seguridad calla, el Ejército ruandés (hutus) y la guerrilla del Frente Patriótico (tutsis) pelean por cada metro de Kigali en un frente que abarca toda la ciudad, y la población civil muere de todas las formas posibles, en un sufrimiento que no tiene fin. Pero el mundo no tiene ojos para esta nueva tragedia en el corazón de África.

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