La responsabilidad y el disparate
Me parece haber leído una idea de Manuel Azaña que viene hoy especialmente a cuento. Creo recordar que era algo parecido a esto: un Estado puede soportar ciertas corrupciones, lo que no puede soportar es ciertos remedios contra la corrupción. Me ha venido a la memoria al contemplar, no sin alarma, la actitud que se está generalizando en relación con la llamada "responsabilidad política". Y me alarma porque no oigo ni una voz que la ponga en cuestión. Todo lo contrario: una rara unanimidad unce hoy al mismo disparate a público, políticos y periodistas de cualquier credo y convicción. El disparate consiste en mantener un concepto de la responsabilidad política según el cual, como llegó a escribir lord Morrison, "el ministro es responsable por cada sello pegado en un sobre".Se trata de conformar en el molde del derecho administrativo eso que, sin saber muy bien qué es, hemos dado en llamar responsabilidad política. De acuerdo con ello, el ministro es el único responsable de todo lo que suceda en su departamento. Así que cualquier cosa que ocurra en el ámbito de la Administración puede proyectarse políticamente contra el ministro del ramo. Y una vez instalados en semejante teoría podemos recorrer el organigrama administrativo por las guías horizontales o verticales, y endosarle la famosa responsabilidad política a quien mejor nos cuadre.
Si nos da por la vertical (que es, naturalmente, la que más entusiastas tiene), podemos subir desde cualquier peldaño hasta el Consejo de Ministros o el propio presidente del Gobierno. Si optamos por la horizontal, podemos viajar desde cualquier punto de un ministerio hasta otros territorios del mismo o de un próximo en competencias. No exagero. Desde Mariano Rubio hemos llegado al anterior ministro y al presidente del Gobierno. Pronto alguien sugerirá que dimitan todos los que formaron el Consejo de Ministros, porque en rigor de él fue el acuerdo. Y desde Roldán hemos aterrizado en el anterior ministro de Defensa. Pues bien, me siento en la obligación de decir que semejante ocurrencia es el producto de una confusión y que esa confusión puede tener consecuencias extremadamente peligrosas.
Me atrevo a pronosticar que si esta peregrina forma de entender la responsabilidad política se consolida, nadie, ningún individuo, ninguna fuerza política de ninguna clase, será nunca capaz de hacerse cargo del gobierno de este país sin que, desde el día siguiente, una densa humareda de envilecimiento le rodee. Nadie. De ninguna convicción. Así que aquellos que desde cualquier polo de la oposición atizan con regocijo la expansión indiscriminada de estas confusas acometidas verbales no están más que poniéndose una bomba debajo del propio asiento. Si a ellos se agregan los que por venganzas o vengancillas adoptan ahora el disfraz de justicieros y los mezquinos que aprovechan para librarse de un posible competidor de la propia casa, el panorama presagia lo peor. Tal y como están concebidas las cosas, no me extraña nada que pueda hacerse siempre y con toda facilidad un censo de responsables del que directamente o por persona interpuesta no se libre nadie. Si le aplicáramos a cada uno la purga que pide para los demás, aquí no quedaba nadie sano. Y no porque nos encontremos en ese muladar absoluto que tanto gustan de saborear algunos cronistas, sino porque hemos optado por la aguda estrategia de llamar indiscriminadamente a todo "responsabilidad política". La pureza es la pureza: si un conserje roba un pan, hay que considerar seriamente la abdicación del Rey.
Lo que, urgido por tantas insensateces, quiero venir a recordar es algo lo suficientemente sencillo como para que cualquiera pueda entenderlo: para hablar de responsabilidad política es preciso que exista una relación de cierto tipo entre los hechos de que se habla y la conducta del presunto responsable. No es posible que estemos pugnando por resucitar ahora la vieja responsabilidad vicaria, es decir, aquella responsabilidad de una persona por los actos de otra sin que haya habido relación alguna con esos actos ni conducta incorrecta por su parte. Y esto, que no debería necesitar explicación alguna, es precisamente lo que hay que explicar.
Hay un sólido argumento de política comparada: la responsabilidad vicaria no se acepta en este ámbito, ni siquiera en el Reino Unido. Y digo "ni siquiera" porque el inglés es el único sistema político conocido en el que han dimitido por responsabilidad política a lo largo de este siglo unos 80 miembros, es decir, casi uno por año. Un lugar donde un sesudo académico pudo escribir hace ya muchos años: "Nos gusta pensar que siempre podemos colgar a un ministro, y sentimos cierta compasión por los pueblos que no tienen nadie a quien colgar". Pues bien, ni siquiera en ese medio político se admite la responsabilidad vicaria. Con toda claridad y hace bien poco lo ha afirmado Geoffrey Marshall, uno de los más respetados constitucionalistas de Inglaterra: cuando se trata de una conducta de otro que un ministro desaprueba y de la cual no tenía previo conocimiento, no hay ninguna obligación por su parte de dimitir. Además de lo que significa en términos electorales y de confianza parlamentaria, el esquema de la responsabilidad política es amplio pero sencillo: uno es responsable políticamente cuando realiza él mismo la acción incorrecta o cuando la realizan otros cumpliendo órdenes o siguiendo directrices de uno. Si quienes dependen jerárquicamente de uno realizan por su cuenta una conducta incorrecta, uno sólo es políticamente responsable si al conocerlo lo consiente o si no llega a conocerlo cuando hubiera tenido el deber de hacerlo.
La cosa, como se ve, no es nada estrecha. Los ingleses incluso han aceptado la desdichada práctica de meter la responsabilidad en la cama de los políticos. Aquí todavía no hemos llegado a ello, pero todo se andará. Porque nosotros nos proponemos, al parecer, ir todavía más allá que los ingleses y establecer aquí la responsabilidad vicaria en materia política: cualquier cosa inconveniente que suceda en la órbita del ministerio se lleva por delante al ministro. Sólo imaginar el ambiente de un ministerio en el que el ministro mismo se entregue a la labor de escrutar las vidas y haciendas de sus propios colaboradores por lo que pueda pasar puede ya dar una idea de la disparatada dinámica que nos espera.
Si seguimos mercadeando con este modelo de responsabilidad, violaremos elementales exigencias de racionalidad política y produciremos consecuencias de extrema gravedad: la imposibilidad virtual de hurtarse a cualquier acusación. La culpabilidad objetiva. La incertidumbre congénita de cualquier programa de acción pública. La cultura de la sospecha dentro y fuera de las fuerzas políticas. La cerrazón instintiva de las organizaciones ante cualquier extraño. La expansión de la percepción ciudadana de la acción política como una avenida que acaba irremisiblemente en la criminalidad. Y tantas otras incompatibles con el saneamiento de la política y la apertura de la mentalidad militante.
Por eso lamentaría que alguien acosado por esta equívoca algarabía acabara creyendo de buena fe que puede prestar un servicio a la política nacional ofreciendo una dimisión de estas características. Temo que lo único que conseguiría con ello es sentar un precedente suicida y fortalecer una concepción insostenible de los deberes del político. Y contribuir a sembrar una notable perversión de las cosas, porque cuando todos y en todo caso son responsables acaba por no serlo ninguno.
es catedrático de universidad y secretario general de la Fundación Giner de los Ríos-Instituto Libre de Enseñanza.
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