La sociedad de los arreglos
La sociedad española se encuentra, una vez más, desbordada por una avalancha de malas noticias, desconcertada y amenazada de caer en un estado melancólico, fruto de una profunda desconfianza en su política, en su economía y en sí misma. Quizá la idea de la "sociedad civil", usada en dosis moderadas, nos ayude a salir del desconcierto y, de paso, a mejorar nuestro tono vital.La sociedad civil es un tipo de sociedad que puede servir como referente con el que comparar la sociedad real. Cabe invocarla como un deber ser que inspire nuestra conducta, o utilizarla como un modelo analítico para comprender nuestra experiencia. El tipo se caracteriza por la prevalencia de una esfera de libre mercado, una esfera de asociacionismo plural y libre, y una esfera de libre debate público; todo lo cual se establece en relación con un Estado al que limita y controla, y que opera bajo el imperio de la ley. Este es el modelo: la sociedad real de cada momento puede acercarse a él; puede ser una distorsión de él; o puede corresponder a un tipo distinto.
¿A quiénes puede ser útil esta idea en la España actual? Por lo pronto, a las gentes (de clases, regiones, generaciones o ideas distintas) que creen en su capacidad de hacer de su vida una aventura, un esfuerzo y un experimento personal, de autoorganizarse, de enjuiciar las cosas por su cuenta y de ser miembros leales de una comunidad, y quieran desarrollar esa capacidad. Porque para eso, justamente, necesitan mercados libres y abiertos, un despliegue amplio del pluralismo asociativo y una esfera pública lo más transparente posible; y necesitan sentirse y actuar como ciudadanos activos, y no como súbditos que enajenan su libertad a aparatos burocráticos, sean de partido o de Estado. Estas gentes pueden pensar que la raíz de nuestros problemas está en tener una sociedad todavía poco civil, y que su solución depende de que lo llegue a ser plenamente.
El siguiente paso puede ser el de identificar los líderes sociales (y las organizaciones correspondientes) cuyas estrategias están orientadas a conseguir el apoyo del Estado para extender su influencia sobre el cuerpo social o ampliar sus recursos, a costa de los principios de la sociedad civil. Forman éstos una mezcolanza de estatistas y de societistas equívocos, que recitan poemas político-didácticos distintos (socialdemócratas unos, liberales otros), pero cuyos actos son semejantes. Con ellos preconizan una forma de sociedad que no es la de los mercado! abiertos, el abanico plenamente desplegado del pluralismo social y la esfera pública transparente. Es otra, cuyo núcleo central son los arreglos entre pocos líderes sociales, culturales y económicos, y el Estado, en un ambiente reducido, controlable y opaco. Es ahí donde ellos se encuentran cómodos: en un ambiente de club o de familia que requiere (naturalmente) entrada.
¿Deberíamos considerar estos estatistas y estos societistas equívocos como gentes anómalas? Todo lo contrario. Resultan de lo más natural, y, conservadores o reformistas, son todos ellos maoístas en esto de moverse por los múltiples entresijos del país como el pez en el agua. Han sobrevivido al cambio de régimen político, con excelente salud, tanto más cuanto que las prácticas de su relación íntima y cariñosa con el Estado son frecuentes, antiquísimas y sabias. Las aprendieron pronto; las cultivan; les bastan los gestos para entenderse; e incluso cuando se pelean públicamente saben que acabarán reconciliándose, digamos que en la intimidad del hogar.
En otras palabras, estamos hablando de prácticas que encajan con tradiciones bien establecidas en una variedad de medios sociales e institucionales. Encajan con las disposiciones de una parte del empresariado habituada a dialogar muy de cerca y encontrar una comprensión singular por parte de la clase política a lo largo de varios regímenes políticos: en el pasado, para reprimir el movimiento sindical; hoy, para protegerse del exterior o para hacer pagar a los contribuyentes el precio de su incompetencia. Encajan con los modos de hacer de una parte de la Iglesia católica acostumbrada al trato de favor del Estado durante muchos siglos (y quizá reminiscente de los gloriosos tiempos pasados, donde no había rivales que tolerar, ni que respetar). Encajan con las demandas de una parte de las élites culturales que han vivido y viven de puestos y favores estatales, y quieren protecciones y honores con los que compensarse del desvío de "esa sociedad que no les comprende". Encajan con la tradición, a primera vista dramática, del sindicalismo reciente, que (a pesar de sus pasos decididos en favor de una "autonomía sindical") depende del apoyo del Gobierno para asuntos críticos, entre otras razones porque, al cabo de casi veinte años de libertad sindical, no ha acabado de "hacer sus deberes" respecto a la formación de un sindicalismo de (o en la) empresa.
Obsérvese que estoy hablando de "partes" y no de "todos", porque la línea divisoria a favor o en contra de una sociedad civil o una "sociedad de arreglos" pasa por medio de todas las fuerzas sociales y políticas, económicas y culturales, y quizá incluso por medio del corazón de muchos individuos, que deberían acabar eligiendo con qué parte quedarse.
La cuestión es: ¿qué tipo de sociedad es el resultado de estas prácticas y estas tendencias si permitimos que lleguen a ser las tendencias y las prácticas dominantes? El resultado es la creación de un sistema dual donde unos cultivan una relación especial con el Estado de la que los otros quedan excluidos, y, por tanto, la destrucción de un espacio homogéneo donde se apliquen reglas universales para todos. Los mercados se verían distorsionados sistemáticamente por el trasiego de información privilegiada y de acuerdos tácitos o expresos de los miembros del club para garantizarse recíprocamente la impunidad por sus pecadillos. Los monopolios u oligopolios profesionales, sindicales, informativos, de enseñanza u otros se consolidarían más o menos discretamente.
Esto se resume en la tendencia general a una sociedad dual, con un centro y una periferia, un dentro y un fuera. En el cogollo, emulando aquel círculo (tan fino) de Madame Verdurin, los dirigentes estatales recibirían a sus amistades. Y así, en tomo a ellos, en animada tertulia, compartiendo los arcana imperii, volveríamos a encontrar nuestros buenos conocidos de otras épocas: la reencarnación de aquellos próceres, caciques y pastores de la salvación o de la liberación humana. Gentes ciertamente no, como imaginaba Don Quijote, "descomunales y soberbias", pero sí meritorias y discretas, tentadas de convertir sus encuentros en conspiraciones de mutuo beneficio a costa del bien público. Y, pared con pared, en un círculo inmediato, encontraríamos a sus hermanos-enemigos, implicados en operaciones fascinantes de flagelación del poder estatal, denunciándolo y magnificando sus poderes (supuestamente) diabólicos, quizá esperando su turno.
En este esquema dualista, y quizá blandamente jerarquizado por círculos concéntricos, dentro estarían, por supuesto, los mejores (a su juicio), y fuera, digamos que los muchos. Recordemos que siempre ha disfrutado este país de la benévola atención de sus mejores, que, por ello, se han solido conceder el premio de una vida diferente. Y que ha sido también tradición de los muchos el no objetar: quizá por considerar que, en el fondo, ése es el curso natural de las cosas, o quizá por ahorrar energía y excusar el esfuerzo de atención, información e ingenio precisos para entender los problemas públicos, o quizá por el gusto de compadecerse y recitar aquello de "qué buen vasallo si hubiera buen señor" esperando de sus señores lo que no esperan de sí mismos.
Sería curioso que una sociedad tan moderna se empeñara en ser tan antigua y tan poco civil. Pero también hay otras tradiciones en el país a las que remitirse para hacer lo contrario. Y los vientos de fuera nos arrastran. Y la generación que hizo la transición está agotando sus recursos de liderazgo. Y las gentes distintas, quizá sin saberlo, están en todas partes.
es catedrático de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid.
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