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Cosecha de sangre en Gikoró

Espeluznante matanza de 1.180 tutsis a manos de hutus en un poblado de Ruanda

Alfonso Armada

Hay una monotonía de la muerte que congela los labios e idiotiza la sonrisa. Es una expresión que abunda en Ruanda, un diminuto proyecto de país en el centro de África, que parece haber convertido la sangría en un método contra la superpoblación. Pese a las matanzas, que se suceden como una maldición entre tutsis y hutus, sigue siendo el país más densamente poblado de un continente que, para Occidente, no existe más que por la sangre. El miércoles, a las 6.30 de la tarde, 1.180 tutsis cayeron bajo los machetes, las mazas, las lanzas, las granadas y los disparos de los extremistas hutus. La matanza fue en Gikoró, 40 kilómetros al este de Kigali, no lejos de la frontera con Tanzania. Ayer, en medio del amasijo de cadáveres, miembros amputados y zapatos perdidos en un archipiélago de sangre, un brazo se mecía pidiendo dulcemente auxilio. Nadie, ni yo mismo, se lo prestó.Los italianos de la base naval de La Spezia parecen una panda de piratas. Amigables y nerviosos, armados hasta las cejas, salen de patrulla con pañuelos en la cabeza y en la cara para rescatar a tres sacerdotes que han quedado aislados en el territorio sin ley en que se ha convertido Ruanda, la tierra de las mil colinas. A las puertas del edificio del aeropuerto de Kigali han dormido los tutsis del Frente Patriótico Ruandés (FPR). Si aguzaban el oído, los centinelas belgas les oían respirar. El amanecer despertó a los combatientes tutsis y hutus, que enseguida se pusieron a la tarea. La victoria parece al alcance del FPR. Son un Ejército disciplinado, que desprecia a los radicales hutus que, amparándose en la mayoría (85% de la población) han cometido, esta vez, las mayores atrocidades.

Como la de la iglesia de Musha, en el poblado de Gikoró, donde el croata Danko Litric y el esloveno August Horvat, los dos sacerdotes católicos, habían logrado crear desde hace seis años una especie de Yugoslavia bien avenida en Ruanda. Resultó un pavoroso fiasco. Los dos curas, encerrados en la casa de la parroquia desde la tarde del miércoles, no pueden ocultar la amargura, las lágrimas, el pavor. Ahí, a la puerta de su humilde iglesia de ladrillos amarillos, están tendidos los inocentes, sus feligreses.

"Imposible contarlos", dice el padre Horvat estrangulando una lágrima que se le escapa por el rabillo del ojo. Sentado en el suelo de la furgoneta, escoltado por la artillería italiana, huye de su cosecha. Él no quería que fuera de sangre, pero ahí están todos. Decenas de cadáveres que, es cierto, no se pueden contar. Niñas con la boca congestionada en un último racimo de dolor, niños en posturas inverosímiles, ancianos despedazados, mujeres con el cráneo abierto. Aquí hay un brazo que ha perdido a su cuerpo, aquí restos de una mano. Abrazados, entrelazados, amontonados en una huida que no les llevó a parte alguna. Una muchedumbre destrozada. Un campo de cadáveres, con zapatos huérfanos, porque también en Ruanda los muertos pierden los zapatos en el camino al más allá. El padre Litric, que logró contactar con el contingente italiano para pedir auxilio, sí tiene la cifra: 1.180 muertos. Además de en la iglesia y en el atrio, el centro cultural de Musha y una casa de Cáritas se convirtieron en albergue de la muerte.

Dentro de la iglesia, la piedad ha huido un poco más. Las moscas revoloteaban sobre los cuerpos inmóviles que habían formado una especie de pira alrededor del altar, como si en el último momento hubieran buscado una ayuda que no les pudo llegar. "Han sido los hutus. Todos los muertos son tutsis", dice el padre Horvat, que dice adiós a los que quedan con una mano incapaz de bendecir. Como si ya fueran incapaces de llorar. Igual que el grupo de muchachos que, sentados al otro lado de la calle de la matanza, frente a la iglesia, con mazas y varas entre las piernas, contemplan en silencio a los italianos, que se muerden los labios y maldicen tanto horror. Pasa un Toyota cargado de guerreros en camiseta, y un cabo con una ametralladora pesada tiene que escupir para no pagar brutalidad con más brutalidad. "Mira que no poder hacer nada contra esos bestias. Porque ésos han sido".

En medio del mar de sangre, ropa, miembros, cuerpos que gritan en silencio una oración por Ruanda, un brazo se mueve. Es, un arco lento. De la masa violeta, y escarlata, asoma un brazo desnudo como un náufrago perdido en el océano. "No podemos hacer nada. No es nuestro cometido", dice el comandante italiano. Al cabo de un rato, el brazo hace el camino inverso. Como una señal silenciosa, una contraseña para alguien que no quiere ver. Insisto ante los soldados, pero nadie mueve un dedo. Cuando regresamos de rescatar a un sacerdote belga en el pueblo de Umudugudu, el brazo se ha quedado por fin quieto, enhiesto, como el asta de una bande invisible. Y es que a los muertos ya no les quedan enemigos ni a las víctimas mas tormentos. Entonces se desata un viento tropical y rompe a llover contra las pistas de tierra y los campos de Ruanda.

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