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Reportaje:

Heráldica y zoología

A una plaza tan mínima que ni siquiera merece la nominación del callejero, le corresponde un monumento megalítico y mamotrético, desequilibrado y fondón, que se come esta encrucijada de la calle de Toledo puerta de Madrid al sur, arteria coronaria de la ciudad de los Austrias que desembocará bajo los soportales de la plaza Mayor, tras bombear su flujo de automóviles a través de un túnel subterráneo.La Fuentecilla, así se llama este castizo esperpento, se levanta en la zona más popular de la calle de Toledo, que más arriba se ennoblecerá con el descatedralizado e ilustrísimo templo de San Isidro. La Fuentecilla, a la que desmerece su diminutivo, se erigió como homenaje presuntamente popular a Fernando VII, el indeseable más deseado por los españoles de aquel tiempo. La estela, recuperada en la reciente restauración, sólo recuerda su faceta benévola y reza así: "A Fernando VII El Deseado, el Ayuntamiento del heroico pueblo de Madrid. Corregidor el Conde de Moztezuma".

La heráldica y blasonada fuente es polémica y desproporcionada obra del arquitecto municipal Alfonso Rodríguez, que la perpetró en 1816. Imaginativo, pero poco familiarizado con la zoología, don Alfonso confió los papeles protagonistas de su composición, que más parece túmulo que fuente, a las tres bestias heráldicas de la urbe: el dragón, un dragonzuelo escuálido con pretensiones de grifo; la engrifada osa, que no oso, compañera del madroño, representada aquí con aspecto de chucho doméstico, y un león rechoncho de aire inofensivo que sujeta con sus garras dos globos terráqueos. El león pretende ser el fiero de Castilla, pero parece carne de circo, simpático cachorro que juega con dos pelotitas. El escuchimizado reptil, que da la espalda a la osa en la base del monumento, pretende recordar a la terrible sierpe que coronaba la desaparecida Puerta del Dragón o de la Culebra, hoy Puerta Cerrada. El maestro López de Hoyos, siempre dispuesto a fantasear sobre la prosapia de Madrid, para no ser menos que muchos de sus ilustres colegas, cronistas de otras capitales del mundo, dictaminé en su día, por ciencia infusa, que la tal sierpe era sin duda obra de los griegos que un buen día pasaron por allí. Siguiendo su ejemplo, ilustres eruditos llegaron a incriminar en su construcción al mismísimo Epaminondas para nutrir la lista de visitantes célebres de una ciudad imposible, mitológica y olímpica, fundada, según sus fantasiosos cronistas, por un príncipe troyano en el exilio y sede de una no menos fabulosa Mantua Carpetana.

Así se escribe la historia, aunque resulte difícil explicar tantas y tan fantasmales glorias a la infancia delante de esta histórica e historiada fuente, que goza de las preferencias de muchos niños por sus simpáticos animalitos, arte rupestre del periodo predisneyano. Algo así debió de pensar el artista anónimo que pintó sobre la puerta de cristal del bar-restaurante El Noventa, frente al monumento, la entrañable figura de Carpanta enarbolando su pollo imposible y humeante. La legendaria criatura del dibujante catalán Escobar, recientemente fallecido, sirve de reclamo, desde hace años, a una casa de comidas económicas en esta plazuela humilde, castiza encrucijada que comunica el Rastro con La Paloma.

Don Nicomedes, un erudito del madrileñismo, citado por Juan Antonio Cabezas en su guía de Madrid, abría en una de estas esquinas su botica, hoy moderna y desangelada farmacia. Don Nicomedes tenía localizado muy cerca de aquí a su colega Don Hilarión, el de La Verbena de la Paloma, personaje histórico, convertido en antihéroe de la ficción zarzuelera por su facundia y su inverecundía. Don Nicomedes, hijo y nieto de boticarios, había oído hablar a su padre de esta buena pieza, que en la vida real se llamó don Hilarión Ruiz, farmacéutico de la promoción facultativa de 1840, cuya rebotica llegó a ser célebre por su partida de tresillo, a la que, según nuestro erudito, solía asistir el padre de Ricardo de la Vega, autor del libreto de La Verbena. Don Nicomedes, imbuido de su noble responsabilidad como colega y erudito, mantenía la revolucionaria teoría de que la farmacia de Don Hilarión se ubicaba, exactamente, en el número 13 de la calle del Humilladero, entre las del Mediodía Grande y la de los Irlandeses, y no en la calle del Águila, como afirmaban la mayoría de los especialistas.

Aunque el discreto Don Nicomedes no lo dijera, no sólo de tresillo debían alimentarse las tertulias en la rebotica del sátiro Don Hilarión, opiómano y mujeriego, en los dominios del Rastro y de Las Vistillas. Hoy, la Casta y la Susana habrían frecuentado quizá el ThéBaile del Latin's Club, discoteque que ofrece sus salones para bodas y convenciones, en un desangelado bunker que rompe el encanto decimonónico de la calle de Toledo, en los aledaños de la zoológica fuente. Lo que es seguro es que estas dos famosas hijas, morena y rubia, del pueblo de Madrid no faltarían a la hora del aperitivo en el mostrador de la Arganzuela, sabia síntesis de taberna madrileña y freiduría andaluza, en la calle del mismo nombre, casi tapada por el colosal cenotafio de la Fuentecilla, y frecuentada por un vecindario bullidor y castizo.

Hay en la plaza un reloj parado haciendo muestra en un comercio que conoció mejores días, y un moderno reclamo pictórico en el que una dama de entreabierto albornoz está a punto de meterse en el baño, para subrayar los méritos de un establecimiento especializado en instalaciones sanitarias. Hay geranios y ropa tendida en los balcones de vetustos edificios semiabandonados, polvorientas placas anunciando seculares casas de huéspedes, y un canario en su jaula ventanera, que aprovecha la pausa de la Semana Santa para hacer oír sus trinos sin la brutal competencia del tráfico urbano.

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