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La desdicha

"Uno se vuelve moral en cuanto es desdichado", ha escrito Proust. Y acaso las circunstancias le estén dando la razón, a tenor de las serias cavilaciones en que se va sumiendo el hombre actual por causa de los acontecimientos con los que cada día le visitan los medios de comunicación. Unos acontecimientos trágicos por lo común, hasta el punto de tener que pensar, en ocasiones, que el sentimiento de tragedia esté inscrito, como norma, en el contenido de la actualidad.A esta sospecha de pesadumbre innata propia de estos tiempos ha puesto, no obstante, Oscar Wilde una objeción de conciencia que no debe desdeñarse. "El periodismo moderno", ha dicho, "justifica su existencia por el gran principio darwinista de la supervivencia de lo más vulgar". ¿Será, en efecto, así? Bien es cierto que Wilde había de referirse, necesariamente, a un tiempo anterior al nuestro, pero se me hace difícil encontrar argumentos que invaliden un pensamiento de esa índole a día de hoy.

Quizá hubiera de revisarse el calificativo de vulgar, pero sería sólo una cuestión de matiz. Quiero decir que la pervivencia de una forma de vulgaridad en los periódicos actuales (extensiva a otros medios) no debe desdeñarse, habiendo de buscar tal pervivencia en una carencia de actitud reflexiva y de deslinde de las noticias, lo que propicia una versión a pie de sangre (a pie de escándalo) incitando, con ello, al lector más a un afloramiento emocional y repentino (lugar donde tendría acomodo la vulgaridad aludida por Wilde) que no a un entendimiento racional y discernido de lo que encierra la noticia en sí. Lo que, de ser cierto, nos llevaría a otra sospecha: ."No existe el pensamiento moral o inmoral. Existe la emoción inmoral", pues así habría de entenderse el superficial desasosiego.

Lo cierto es que podría decirse que el hombre actual ha llegado a adquirir una cierta gravedad respecto del valor del tiempo. Es como si, advertido de la fragilidad de todo, haya visto amenazado su tesoro más querido, supervivencia. De ahí que ahora, cada vez más, se vive, bajo la conciencia de la medida, y en, ella la del tiempo. Es como si el hombre necesitase la, delimitación del entorno (sea éste físico o espiritual) para adquirir la valoración de la propia identidad, y aún la de su poder.

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Otra cosa es que tal preocupación no constituya tanto un ser consciente y reflexivo a proósito de lo menguado que resulta el hecho de vivir como (en una forma de entrega a esa misma vulgaridad esencial reseñada por los medios) una variante del sentimentalismo, en cuyo caso había de estar alerta el exégeta que haya de ocuparse de los estados espirituales de la sociedad, pues, como ha dicho también el irlandés, "el sentimentalismo es el día de fiesta del cinismo".

Sea una u otra la causa del desasosiego, sea una u otra la razón que azora el pensamiento el hombre actual, el caso es que un grado de enfermedad está ahí, latente, blandiendo su amenaza a sabiendas de que pocas veces han existido tan escasos asideros para que el espíritu pueda posarse y descansar. Hay como una cultura inculta; al menos eso parece deducirse. O bien sea que las razones que se tienen no alcanzan a aplacar las sinrazones de ese amplio sentimiento llamado realidad. De hecho, si es cierto que resulta difícil señalar el nacimiento o el acabamiento de alguna de las remisas fundamentales que puedan regir el modo de vivir, aparenta sustentar últimamente un lugar preferente en nuestras preocupaciones el valor y la medida del tiempo como agente ejecutor, algo que es probable os venga dictado en el inconsciente por tanta violencia gratuita como sucede a diario a través de las noticias que nos portan los medios de comuniación.

Un argumento, éste más válido, para hacernos recapacitar, de nuevo, acerca de eso que unos valoran como el tiempo por vivir otros comer la amenaza inacabada que habrá de afrentarse a la vuelta de cualquier esquina sin un bagaje mayor que el de la insistente soledad. Algo que Wilde, una vez más, ha resuelto a su modo: "Todos estamos en la cuenta, pero algunos miramos las strellas".

Bien, pero la duda permanece.

Ricardo Martínez-Conde es escritor.

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