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La caída del Imperio Romano

Joaquín Estefanía

Dos fantasmas recorren hoy Europa: de un lado, la crisis política, que es de legitimidad; del otro, la económica, que pone en peligro el Estado de bienestar. La primera crisis, que tiene que ver con la corrupción, ha generado el desprestigio en torno al concepto de "lo político", y hay que combatirla con máxima urgencia porque afecta a la raíz de la democracia. En un reciente ensayo, Joaquín Leguina califica a la corrupción como "un delito de lesa democracia, porque combate de modo central el modelo político de las libertades. Y ello debido a tres factores:- Porque aquellos que tienen la obligación y el derecho de hacer las leyes (los partidos políticos y sus entornos) tienen el deber de cumplirlas y hacerlas cumplir. Si las transgreden atacan la legitimidad de aquéllas y el crédito del sistema.

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-Porque quien obtiene financiación ¡legal arremete tramposamente contra el principio de igualdad de oportunidades, utilizando además dinero público.

- Porque la financiación ¡legal, al no figurar en la contabilidad oficial del partido, no puede estar sujeta al control social ni al control interno del propio partido, que supuestamente se beneficia de tan atípicos ingresos.

La corrupción se basa en la débil condición humana, pero tiene genes ideológicos. En la izquierda, la idea de que los nobles objetivos e intereses históricos de la clase obrera están por encima de las leyes; es decir, se pueden saltar las leyes si con ello se ataja el camino hacia la liberación universal (robar para el partido no es pecado). En la derecha, la creencia de que la política en España está mal pagada y alguna compensación extra es-necesaria para sus protagonistas.

Estos problemas no son nuevos. El historiador Josep Fontana, en un libro de próxima aparición (Europa al espejo), hace una oportunísima analogía entre la caída del Imperio Romano y nuestros días, a la que no hay que po,ner ni una coma: "La imagen tradicional de una Roma que vino a hundirse por el fracaso de sus clases dirigentes, incapaces de resistir el empuje de los bárbaros, ha cumplido, y sigue cumpliendo hoy, una función moralizadora de la mayor utilidad. Para muchos intelectuales y políticos contemporáneos, nuestra sociedad se enfrenta al peligro de otros bárbaros, que son las masas, a las que es necesario mantener a raya para evitar que destruyan nuestra civilización. Rehuyendo tomar en cuenta los problemas de nuestro propio mundo, les resulta más cómodo sacar del cajón el viejo espantajo de la decadencia de Roma que examinar los factores internos de división, como pueden ser el aumento en la desigualdad de las fortunas o las limitaciones de la libertad.

Cuando algunos historiadores de hoy'nos dicen que lo que realmente se corrompió en el Imperio tardío fue la práctica política, al anteponer los intereses privados a los colectivos, no es extraño que sus planteamientos susciten reservas, ya que pueden incitarnos a hacer comparaciones incómodas con otras situaciones del presente. Una interpretación que pusiera el acento en los problemas internos de la sociedad romana no tendría necesidad de recurrir a los bárbaros para explicar la crisis del Imperio, y los sustentadores de la visión tradicional quedarían entonces en una situación que les haría aplicable los versos que en un poema de Kavafis pronuncian el emperador y los senadores, que han estado esperando en vano la llegada de los bárbaros y se retiran angustiados al saber que ya no se les ve por ninguna parte:

¿Qué será de nosotros ahora, sin los bárbaros?

Porque hay que reconocer que estos hombres resolvían un problema.

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