La princesa vikinga
Cristina Armsbruster, madrileña de origen alemán, fue nombrada Princesa de las Azafatas en 1967
Si a Cristina Armsbruster le fallaran alguna vez los negocios no tendría agobios laborales. Le bastaría sentar en el diván a ese clan, cada vez más numeroso, de los que temen volar y narrarles sus experiencias como azafata de Iberia entre 1965-1968. Al oírla, el aerófobo más recalcitrante se convertiría en un adicto al Boeing. Cuando en 1965 Cristina ingresó en la reducida plantilla de Iberia -17 azafatas en total- tenía 18 años y Barajas era un gran hangar. Su impronunciable apellido delata el origen germano que facilitó su bilingüismo y le permitió iniciar una curiosa saga dentro de la compañía española. "Fuí la primera azafata que hablaba alemán y abrí lo que desde entonces se llamó la época de las vikingas. Yo fui la primera vikinga". Un singular título al que pronto se sumaría otro más: el de Princesa de las Azafatas, conseguido en 1967 en un concurso internacional celebrado en Uruguay para destacar a una profesión que todavía necesitaba ser explicada al gran público. "Azafata", contaba un cronista, "significa dama al servicio exclusivo de la reina y fue usado por primera vez en la jerga comercial por Iberia"."Era como una milicia. Yo me debía sólo al avión y cuando se estropeaba tenía que quedarme hasta que lo arreglaran. No había turnos, ni relevos. La entrega era total, si iba al cine tenía que avisar, y si iba a cenar tenía que dejar el nombre del restaurante".
En 1965 volar era para los pocos que se atrevían a desafiar las leyes de la naturaleza un lujo que exigía lucir las mejores galas. Vaqueros, chandal y zapatillas deportivas estaban desterrados. Sin embargo, para Cristina la precariedad de su DC-3 de siete plazas, capaz de poner los pelos de punta al viajero más intrépido, convertía cada viaje en una aventura emocionante. No existía la presurización ni tan siquiera el radar. "Volábamos con las ventanillas de cabina abiertas. íbamos de Norte a Sur y de Este a Oeste ayudados por la brújula y el trazado de las carreteras. Cuando había tormentas, teníamos que volar por debajo de ellas, con todos los rayos encima. Era una aventura fantástica, en la que sabías cuándo despegabas, pero nunca cuándo ni cómo llegabas".
Dormían en el avión
Al tomar tierra empezaba para los tripulantes otro periplo en busca de alojamiento. Nadie en la compañía les reservaba de antemano habitación y cuando el cansancio apretaba mucho dormían en el avión. Pero si el espejismo de la cama mullida y de la ducha era irresistible buscaban por los hoteles de la ciudad y en caso de escasez, como en Sidi Ifni (Sáhara), ella dormía en la Iglesia y los pilotos probaban suerte en casas particulares.Nadie entonces parecía haber inoculado el virus del miedo. Ni tan siquiera los siete pasajeros del primer vuelo de Cristina cuando la vieron atar con una cuerda la puerta del DC-3 a la pata de su asiento. "Fue una novatada de los compañeros", recuerda divertida, "pero piqué de pleno. El pasaje era maravilloso y confiaba mucho en el nervio de la azafata". Debía de ser una confianza ciega, motivada quizá por saberse tan cerca del cielo, porque los únicos recelos que sintió tuvieron otro origen. Sucedió en Sidi lfni al coincidir con un grupo de religiosos islámicos en peregrinación hacia la Meca. Jamás habían volado y su desconcierto fue mayúsculo cuando esta rubia señorita se les acercó en exceso para abrocharles el cinturón de seguridad. "Al ver sus caras no quise ni imaginar lo que estaban pensando. Tardé una hora en hacerme con ese avion", recuerda entre risas.
Curiosamente, cuando Iberia se hizo mayor y empezó a dar garantías más explícitas de organización y seguridad, la inmunidad e los viajeros al miedo y el dulce vértigo de Cristina ante el riesgo se empezaron a resentir. A ella, acostumbrada a freír los huevos para el desayuno de los pasajeros y a hacer equilibrios con cinco o seis bandejas para ganar tiempo, el catering y el carrito de servicio le parecían un atentado contra la emoción. "La organización está reñida con la aventura y yo era aventurera. A mí me echó el carrito".
Desde entonces su vida recaló primero en la decoración, luego en la moda y en los circuitos de rallies y, finalmente, ya casada, aterrizó en la restauración. Hace 22 años abrió uno de los primeros restaurantes macrobióticos de Madrid, La Gallette. "Al principio sólo teníamos un cliente, un alemán que venía todos los días. Mi marido y yo salíamos a la calle y cuando pasaba gente comentábamos aquello de '¡Mira qué bien se debe comer aquí!". La gente picó y hoy Cristina, separada y con cuatro hijos, tiene dos restaurantes más, dos teterías y está a la caza de una casita para montar en pleno corazón de la ciudad un hotel al estilo de las pequeñas hospederías francesas. "No estoy vacunada contra el miedo, pero el riesgo me sube la adrenalina".
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