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La pantalla, el altar y la plaza

OCTAVIO PAZEl autor reflexiona sobre el reflejo que la crisis de Chiapas, el levantamiento indígena en el sur de México, tuvo en televisión. "Lo hemos visto, pero maquillado y escenificado", opina

Durante las últimas semanas, la televisión, Involuntariamente, nos ha mostrado un curioso espectáculo que combina a la liturgia religiosa con las ceremonias cívicas. El encanto de ciertas imágenes -en el sentido original y fuerte de la palabra encanto: hechizo mágico- se intensifica porque nos recuerda el romanticismo de esas escenas de las novelas y cine en las que aparecen, enmascarados, unos conspiradores reunidos en una catacumba alrededor de un altar (en este caso: las bóvedas de una catedral). A todo esto hay que añadir la ilusión de ver en vivo un hecho histórico. Y es verdad: lo hemos visto, pero maquillado y escenificado.Cierto, la política colinda, por un lado, con el teatro y, por el otro, con la religión. Los símbolos son un elemento central en los ritos, en los tablados y en los mítines. Como la escena teatral y la misa, el acto político es una representación. Por esto, la mejor iniciación a la política no son los tratados de nuestros politólogos sino el teatro de Shakespeare. Ahora bien, lo que distingue a nuestra época de las anteriores es la doble preeminencia de la noticia y de la imagen sobre la realidad real. Por lo primero, el tiempo pierde continuidad y consistencia en beneficio de lo instantáneo, de la sensación; por lo segundo, la verdadera realidad es siempre otra: está allá. La veo y no la toco; tampoco la pienso: es inasible, desaparece en un abrir y cerrar de ojos.

Desde hace ya más de treinta años vivimos en lo que un escritor francés ha llamado "la sociedad del espectáculo". En el mundo del espectáculo las cosas pasan como en el mundo real y, al mismo tiempo, pasan de otra manera, en el tiempo y el espacio mágicos de la representación. Son de aquí y son de allá. No es arbitrario que me sirva de un lenguaje que recuerda al de los religiosos: los antiguos tenían visiones, nosotros tenemos a la televisión. Pero la civilización del espectáculo es cruel. Los espectadores no tienen memoria; por esto tampoco tienen verdadera conciencia. Viven prendidos a la novedad, no importa cual sea con tal de que sea nueva. Olvidan pronto y pasan sin pestañear de las escenas de muerte y destrución de la guerra del golfo Pérsico a las curvas, contorsiones y trémolos de Madonna y de los que los Michael Jackson.Los comandantes y los obispos están llamados a sufrir la misma suerte; también a ellos les aguarda el Gran Bostezo, anónimo y universal, que es el Apocalipsis y el Juicio Final de la sociedad del espectáculo.

Todos estamos condenados a esta nueva versión del infierno: los que aparecen en la pantalla y los que los vemos. ¿Hay salida? No lo sé. Hay que buscarla. Para intentarlo debemos apagar la televisión, cerrar el diario o la revista, echamos a caminar. ¿Hacia dónde? Hacia afuera o hacia adentro, no importa: por las calles de nuestra ciudad, pobladas de fantasmas como nosotros, o por las plazas imaginarias de los sueños, recorridas con los ojos cerrados, desvanecidas en la luz fría de la madrugada. Caminar hacia adentro o hacia afuera, entre espectros conocidos o entre desconocidos con los que hablamos todos los días, perdernos en la ciudad o en nuestros pensamientos, tocar la mano del vecino, interrogar al niño que llevamos enterrado... Dejar de ser imágenes, volver a ser lo que somos: hombres y mujeres, sangre y tiempo.

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