"Non si puó vivere senza Federico "
El siglo agonizante la recordará como actriz, ciertamente. Pero para siempre será, mal que pese a algunos, la esposa-musa de Federico Fellini, su talismán y su sombra. Junto a él vivió, desde aquel lejano 1942 en que se conocieron, mientras ambos trabajaban en la radio, 50 intensos años, los de la pasión juvenil, los del lento acceso hacia la cumbre de sus artes respectivas, uno y otra, anverso y reverso de una misma moneda. También los de la consagración mutua; y la gloria. "No se puede vivir sin Federico", podría ser el resumen del lento declinar de Giulietta Masina desde ese fatídico comienzo del pasado otoño, en que Fellini murió, hasta ayer, en que ella misma se entregó en el desigual combate, nunca planteado, contra una muerte que tal vez la hizo un último favor: evitar seguir en un mundo sin su adorado consorte. En un mundo del que se sentía sobrante.A pesar de poseer una sólida formación en varios campos -estudiante universitaria, bailarina, violinista, cantante-, Giulietta Masina nunca fue una actriz de amplio registro, ni de notables dotes, aunque es necesario reconocer que supo arreglárselas muy bien cuando el destino cruzó en su camino a alguna de esas exuberantes divas de su tiempo, como la rotunda, tremenda Anna Magnani, a quien dio espléndida réplica en Nella cittá, l´inferno (1958), de Renato Castellani. Ya había destacado en el cine, por lo menos desde que en 1948 protagonizara Senza pietá, un espléndido y hoy olvidado filme neorrealista de Alberto Lattuada, cuando su marido realizó sus primeros pinitos como director. Y en su rostro lunar, de payaso antiguo, indefenso y un punto patético, Fellini encontró su inspiración, hasta el punto de hacer de Masina el sinónimo mismo de su cine.
Estuvo con él desde el origen, desde Luci del varieté y El jeque blanco, papeles breves que no admiten comparación con los que le siguieron luego: la ingenua, maltratada, inmortal Gelsomina, víctima del bruto Zampanó (Anthony Quinn) en La strada (1954), su consagración en el cine. O la soñadora prostituta romana de Las noches de Cabiria (1957), que le valió un oscar.
Cuando comenzaba a alejarse del cine fue sujeto y objeto de un encendido homenaje en forma de filme, Giulietta de los espíritus (1965), que, a pesar de sus debilidades, se puede ver hoy como una surreal declaración de amor de Fellini, primer filme enteramente en color del maestro. Y todavía habría de volver a ponerse una última vez a las órdenes del de Rímini, 20 años después y junto al actor más emblemático de toda la filmografía felliniana, Marcello Mastroianni, para encarnar en un doble get back, real y de ficción, a la veterana bailarina Ginger en Ginger y Fred (1985), airado ajuste de cuentas del gran Federico con una televisión a la cual, con los años, odiaba cada vez con más vehemencia.
La fama de todos estos filmes no debe hacernos olvidar que su trabajo en el cine no se limitó a las apariciones en filmes de su marido: de hecho, trabajó con algunos de los más importantes realizadores italianos de la posguerra, desde Roberto Rossellini -Europa 51- hasta Luigi Comencini -Persiane chiuse, 1950-, o Eduardo de Filippo -Fortunella, 1958-, e incluso tuvo tiempo y ocasión para borrar su imagen de actriz fetiche.
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