Dreyfus: verdad y justicia
Tanto se abusa de las conmemoraciones de acontecimientos históricos que las más de las veces nos resultan iniciativas antipáticas y retóricas, y, lo que es peor, se traducen por lo general en actividades caras, efímeras e inútiles. Pero en ocasiones -como este centenario del affaire Dreyfus que se celebrará en Francia a lo largo de 1994 (que se está ya celebrando)- la conmemoración adquiere interés inusitado y, si se me permite, hasta trascendente. Cuando Charles Péguy, el escritor entonces (1894) socialista y dreyfusard y luego católico y nacionalista, dijo que el affaire era "un momento de la conciencia humana" no exageraba, como enseguida veremos.Los hechos básicos del affaire son bien conocidos. En septiembre de 1894, el Servicio de Inteligencia del Ejército francés descubrió el borrador de un documento destinado al agregado militar alemán en París en que su anónimo autor le anunciaba el pronto envío de secretos militares franceses. El 15 de octubre era detenido, como presunto autor del borrador, el capitán de Estado Mayor Alfred Dreyfus (1859-1935), miembro de una adinerada familia de industriales alsacianos judíos. Juzgado por un tribunal militar, Dreyfus fue condenado el 21 de febrero de 1895 a reclusión perpetua por alta traición, expulsado del Ejército y deportado a la isla del Diablo (Guayana).
Que Dreyfus era inocente y que el espía y culpable era el coronel Esterhazy lo supo ya en marzo de 1896 el nuevo jefe del servicio de inteligencia militar, el teniente coronel Picquart. El affaire pudo haber quedado en un grave error judicial. Pero degeneró en un gigantesco (y criminal) falseamiento de la justicia: altos cargos del Ejército y responsables del Ministerio de la Guerra, creyendo ver en peligro la propia seguridad del Estado si se revelaba la verdad, optaron por el encubrimiento y procedieron a forjar pruebas falsas para incriminar definitivamente a Dreyfus, exonerar al verdadero culpable -lo que se hizo en enero de 1898- y mantener el veredicto inicial.
Pero la conspiración fracasó. Amigos y familiares de Dreyfus lograron acumular y hacer públicas pruebas irrefutables de su inocencia. El affaire se convirtió en un gravísimo asunto de Estado. Adquirió, además, dimensiones sensacionales cuando el novelista Émile Zola, tal vez el escritor más conocido del país en ese momento, publicó en un periódico, el 13 de enero de 1898, una carta abierta al presidente de la República titulada Yo acuso, en la que, a la vista de la evidencia, denunciaba a varios ministros de la Guerra, a algunos oficiales de Estado Mayor y a los tribunales militares implicados, y les acusaba de haber fabricado las pruebas contra Dreyfus. Más aún, en el proceso a que a instancias del Ministerio de la Guerra fue sometido, Zola pudo demostrar la veracidad de sus afirmaciones y probar por tanto la falsedad de las acusaciones levantadas contra Dreyfus. Aunque éste aún tuvo que esperar varios años hasta verse exonerado y readmitido en el Ejército, su causa había triunfado.
Esa causa apasionó y dividió a la opinión pública desde el primer momento. Grandes manifestaciones callejeras pro y contra Dreyfus acompañaron el desarrollo del larguísimo proceso. La opinión nacionalista y antisemita (la derecha, la Liga de Patriotas, intelectuales como Barrès y Maurras, buena parte de la Francia católica) culpabilizó a Dreyfus, vio en los intentos de conseguir la revisión de su caso meras maniobras para desprestigiar al Ejército y asumió la defensa de la Francia "eterna"; los dreyfusards (la izquierda, intelectuales como Zola, Proust, Gide, Jaurès, Péguy, la Francia democrática) vieron detrás del affaire una conspiración contra la libertad y la justicia urdida por la Francia reaccionaria y antirrepublicana. Al hilo del affaire, estallaron así cuestiones y pasiones de enjundia formidable: el papel de la justicia en una sociedad libre, los derechos del individuo frente a las razones de Estado, el populismo antisemita, el nacionalismo de la derecha, el fuero del Ejército, el compromiso de los intelectuales. Como puede, por tanto, inferirse, la exoneración final de Dreyfus tuvo un sentido inequívoco: significó el triunfo de la verdad y de la justicia.
Mejor aún, el affaire Dreyfus hizo de la verdad y de la justicia las claves de la libertad política; puso de relieve que esos valores, concretados en los derechos de un solo individuo, los del capitán Dreyfus -por cierto, interesado sólo en limpiar su nombre y reanudar su actividad militar-, eran (y son) valores superiores a cualquier otra causa. Se entiende, pues, que Péguy dijera que el caso Dreyfus era un hecho "inmortal"; y que no sólo se explique, sino que resulte obligado, conmemorar su centenario.
En España, por dos razones. Por una razón histórica, pues el affaire Dreyfus fue pieza esencial en la educación política de la generación republicana española que llegó al poder en 1931 -Azaña, por ejemplo-, que sacó del affaire por lo menos una primera lección: que la democracia habría de conllevar en nuestro país la doble necesidad de laicizar la enseñanza y la sociedad, y de republicanizar el Ejército (que es lo que la República Francesa hizo entre 1901 y 1905 tras la victoria de la causa dreyfusista, mediante, por un lado, la disolución de las órdenes religiosas y la expulsión de unos 18.000 religiosos de Francia -muchos de los cuales se establecieron en España- y, por otro, mediante la depuración de militares desafectos).
Pero también, y ante todo, por razones más actuales. Péguy lo dijo magistralmente: "... Una sola injusticia, un solo crimen, una sola ilegalidad, una sola injuria a la justicia y el derecho, sobre todo si es universalmente, legalmente, nacionalmente, cómodamente aceptada, un solo crimen rompe y basta para romper todo el pacto social..., un solo deshonor basta para perder el honor, para deshonrar a todo un pueblo". Y de eso se trata. Que en España no haya hoy casos Dreyfus -como es obvio que no los hay- sirve para poco; porque empiezan a abundar -en la vida política, en la vida social, en la vida económica, en los distintos ámbitos de la vida colectiva- las ilegalidades, las injusticias y los deshonores. Y ello, si Péguy estaba en lo cierto -y lo estaba- termina por resquebrajar todo el pacto social.
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