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Vicios privados, desgracias públicas

Fernando Vallespín

Los últimos escándalos sexuales sufridos por el Gobierno de John Major, así como los recientes acontecimientos que han afectado a los presidentes de Austria y Brasil, han traído al primer plano el escabroso tema de la moralidad privada y su relación con la vida pública. Más concretamente, las implicaciones que sobre la clase política acaban teniendo sus prácticas íntimas. Se dirá, con razón, que todo cargo público debe asumir las consecuencias políticas de su conducta privada, por muy íntima que ésta sea. Sobre todo, como ocurre con el Gobierno británico, cuando su propio primer ministro hace de esta misma conexión un principio programático.A primera vista da la impresión, sin embargo, de que nos encontramos ante una traslación a la política de esa lógica de voyeurismo glotón con el que algunos medios alimentan a la opinión pública. Lenta e irremediablemente, parece que caminamos también, en efecto, hacia la política basura. Y ello es tanto más grave por cuanto que implícitamente supone un adormecimiento de la capacidad de enjuiciamiento racional de la política y su sustitución por la escenificación del morbo. Sin menospreciar su utilización como un arma de lucha política más, como acaba de demostrar el caso brasileño.

Lo más interesante de esa sucesión de acontecimientos es, a mi juicio, que permite enfrentar de modo directo algo que generalmente se suele pasar por alto: la conexión que casi siempre existe entre sociedades represivas y Estados liberales. Se da la casualidad de que es precisamente en los Estados liberales clásicos (Estados Unidos, Reino Unido) donde se producen mayores efectos políticos por las conductas de moralidad privada. Recuérdese, por ejemplo, al Clinton candidato a la presidencia justificándose por haber fumado un porro en su juventud tratando de echar tierra sobre supuestas infidelidades matrimoniales. La gran paradoja estriba en que el liberalismo, que fue creado e impulsado en las sociedades anglosajonas, presupone una radical separación entre la esfera privada e íntima y la esfera pública. Pero quizá sea esto mismo lo que obliga a fortalecer la cohesión moral de la sociedad a medida que el Estado se desvincula de ella y opera como mera instancia neutral reguladora de los conflictos sociales.

El liberalismo, y que no se olvide su íntima conexión con el capitalismo, presupone un tipo de conductas centradas en la promoción del interés propio. Por un misterioso proceso alquímico, estas conductas habrían de producir una ordenación social espontánea más satisfactoria que la que pudiera resultar de cualquier planificación o diseño, por muy racional o bienintencionado que éste fuese. Esta es la idea que subyace a la conocida máxima de Mandeville de "vicios privados, virtudes públicas". El egoísmo de cada cual acaba provocando una mejor organización de lo general. Pero el problema, ya percibido por los primeros autores liberales, de dejar huérfano al orden social de las soldaduras de la moral tradicional obligó a buscar una nueva fundamentación de las normas morales, muy en la línea de la interiorización de la obligación moral del protestantismo. No hay que olvidar que A. Smith fue tan filósofo moral como economista.

El neoconservadurismo de nuestros días es una reacción ante el fracaso de estos mecanismos morales compensadores del fraccionamiento social. Su enemigo declarado es el hedonismo y su tendencia a liberar el instinto errante, los deseos indiscriminados. Pero no así el sistema económico que se sustenta precisamente por la generalización de estas actitudes. No acaban de percatarse de la contradicción que resulta de fomentar la gratificación económica, por un lado, y la represión de muchos de los deseos que aquélla permite satisfacer, de otro. Como ya ha debido de percibir J. Major, no parece que ésta sea una batalla que estén en condiciones de ganar.

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Sobre la firma

Fernando Vallespín
Es Catedrático de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid y miembro de número de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.

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