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¡Todos a la máquina¡

Vicente Molina Foix

La repugnancia es un sentimiento poco revolucionario. Lichtenberg, en uno de sus aforismos más secamente morales, dice que "para mucha gente la virtud consiste principalmente en arrepentirse de las faltas, no en evitarlas". Si usted, lector, lectora, es persona dotada de decencia -como yo lo presumo- y de la conciencia del deber que hace falta para, después de abrir un periódico más allá de sus titulares y páginas de interés particular, fijarse hasta el final en la opinión ajena, seguro que va a estar de acuerdo conmigo. En una cosa al menos: usted, señor, señora, habla mal de la televisión y se escandaliza del nivel de indecencia y de la inconsciencia a que ciertos medios están llegando en el avasallamiento de lo privado. El lugar más común de la España actual es atacar en cenas y veladas el empobrecimiento de la programación audiovisual y el olor a basura que algunas revistas, radios y hasta periódicos despiden. Ninguna de esas cadenas, emisoras o publicaciones baja en sus niveles de audiencia o lectura.Les doy, lectores míos, una prueba más de confianza: sé que ustedes, como yo, no tienen la costumbre de leer ciertas páginas ilustradas y menos aún de ver ciertos programas televisivos, en particular ese que prometiendo la verdad funda su reclamo en la más organizada mentira. ¿Y cómo sé yo tanto, si no los veo? La repugnancia no mueve al acto, pero llega un día en que el hedor alcanza nuestra calle, y aquella porquería que sólo con mantenerla lejos nos parece saneada, desactivada, casi foránea o hasta irreal, se cuela por la puerta y nos da en la nariz. Y así mi inocencia, similar a la de ustedes, lectores que aún no se han atorado en esas falsas maquinarias de verdad, quedó comprometida. Personas que conozco y estimo y con las que me une, aparte de amistad, un largo vínculo profesional, personas -lo sé bien- cuya naturaleza está reñida con todo alarde de exhibicionismo, con el afán de notoriedad y el deseo de figurar, y para las que su intimidad, siendo figuras por su trabajo públicas, es el bien más celosamente preservado, iban a aparecer contra su voluntad en uno de esos programas; por ello quise verlo. La repugnancia no ocupa lugar: evitaré extenderme en mi descripción. Todo en él me pareció chapucero y chabacano, sí, como los críticos y las personas sensatas dicen que espero también lo vi mendaz, injurioso, humillante, perdonavidas, sexista, persecutorio (hasta alcanzar un punto de nazismo), quedando bien resaltado, por el nivel moralmente deleznable de los que con su presencia en el plató lo avalaban y por la baratura de sus torpes recursos al suspense, el propósito del programa y de la madre supuestamente víctima que a él se sometía: el tráfico comercial de la intimidad.

Que el programa en cuestión sea cautelado por los jueces (habiéndose llegado a la suspensión de dos de sus emisiones, a una interrupción temporal "voluntaria" y ahora, se anuncia al reanudarlo, a una instalación de "semáforos" -sic- preventivos) no impide dos sangrantes paradojas. La más grave es que sus contenidos vejatorios no varían cuando sí aparece en pantalla. La más grotesca es que los directivos de la cadena que lo alberga y sus propios responsables digan que "en este país hay demasiados problemas para hacer una televisión en libertad", llenándose la boca de unos conceptos nobles que no figuran en su ideario.

Pero la repugnancia también es un sentimiento perezoso. Ese programa y otros que se presentan como "espectáculos de realidad" tienen el brillo llamativo de lo televisual, pero ¿ignoran también los justos, los que no se rebajan a escucharlos o leerlos, la lapidación sistemática del honor de las personas en ciertas Lertulias radiofónicas, la incursión de audaces buscavidas, acogidos al término de periodistas, en terrenos de opinión que, basados en el rumor, la cábala o la antipatía, persiguen el insulto y la descalificación?

Pocas semanas después de mi experiencia personal, mientras trataba de enfriar un poco la ira, han empezado a oírse voces que claman por una forma de autocontrol o vigilancia profesional en los medios informativos, habiendo llegado la cuestión a debatirse -¡era hora!- en unaComisión Especial sobre Contenidos Televisivos que se ha creado en el Senado. Una de las ocurrencias más brillantes que allí se han oído, por boca de un catedrático de Derecho de Granada, hombre sin duda de impecable perfil demócrata, es que "aquellos a quienes no les guste la programación tienen siempre la posibilidad de desconectar el aparato y dedicarse a otra cosa". A mí desde luego sí se me ocurren otras cosas distintas a la filosofía del derecho a las que ese catedrático podría dedicarse. En esa opinión y otras, no tan chuscas desde luego (como las que en este periódico sostiene Haro Tecglen), contrarias a toda prevención de lo dicho o escrito o emitido, aunque sea manifiestamente reprobable, laten a mi modo de ver los fantasmas de una libertad mal calibrada. Aplicando la misma mecánica se podría, por ejemplo, defender la no-intervención en el conflicto bosnio por la razón de que, aunque horrenda, la realidad de la violencia allí se está ejerciendo voluntariamente, y toda represión pacificadora en un conflicto del que resulta fácil, por la lejanía, "desconectar y mirar a otra parte" sería traumática y enajenante.

Lo que está en juego no son los límites de expresión, sino el límite a que pueden llegar nuestros semejantes en operaciones especuladoras o simplemente recreativas que nos agreden y no tienen fácil réplica legal: la demanda se convierte en propaganda. En la actual situación española ese límite se viola a mi juicio todos los días, estableciéndose un clima generalizado de intromisión, banalización y uso aprovechado no sólo de lo que es nuestro, sino de los que hacemos nuestro. Los artilugios de la verdad y la realidad serían un extremo; en otro, más aparentemente inocuo, un escritor conocido puede publicar en un adelanto periodístico de su explícito libro de memorias, y bajo un titular escandaloso, fotos de personas vivas y muertas que para nada están aludidas en esas páginas de prepublicación publicitaria ni figuran reproducidas en el libro en cuestión, y que por supuesto en ningún momento dieron su autorización para un uso tan doloso de su imagen. Recuérdelo: la próxima víctima puede ser usted mismo, lector despreocupado, benévola lectora.

¿Tiene ideología la repugnancia? Amigos que respeto opinan que la película de Berlanga Todos a la cárcel, aún en cartel, es brillante pero peligrosamente tendenciosa. Según ellos, la hiriente ridiculización en términos políticos y civiles de todos los individuos, partidos e instituciones que Berlanga lleva a cabo da armas a los apocalípticos de la antidemocracia, que se regodearían viendo tan cáustico del presente a un director tan libertario de siempre. Sin desdeñar, naturalmente, la conocida socarronería puñetera del cineasta valenciano, yo confieso haberme sentido como en casa en su cárcel desaforada: familiarizado con el paisaje humano y al final asqueado de ver lo soeces que somos en cuanto el humor nos lava de la cara el maquillaje. Me pregunto si también yo seré tendencioso y hasta retrógrado pensando que han de ser los periodistas los que se justifiquen a sí mismos ajustando las cuentas con aquellos miembros o advenedizos de su profesión que se dedican a ajusticiar a la gente. Si no lo hacen, todos seremos cada día más injustos con ellos: pediremos justicia en otra parte.

En una anotación de febrero de 1877 de su Diario de un escritor, Dostoievski se refiere al caso de una niña atormentada por el recuerdo de haber visto cómo su padre era desollado vivo. El episodio le da pie al autor a una larga reflexión sobre las aberraciones de la civilidad, en la que dice: "Existe la civilización y existen unas leyes, y hasta se tiene fe en ellas: pero que salga una moda nueva, y ya veréis cómo hay muchos que cambian de modo de pensar". Claro que no todos; pero serían tan pocos los que así no lo hicieran que ustedes y yo, lectores míos, nos asombraríamos y hasta falta saber dónde vendríamos a encontrarnos: si entre los desolladores o los desollados. Naturalmente que saldrán diciéndome que eso es un absurdo, que nunca podría surgir esa moda, y que por lo menos eso se ha logrado con la civilización. Pero, señores míos, ¡qué crédulos son ustedes! ¿Se ríen? Bueno, pues en Francia -por no poner la vista más cerca- el año 93, ¿no se siguió esa moda de desollar a la gente, y además en nombre de los más altos principios de la civilización? Hay modas repugnantes. Pero ¿es la repugnancia contagiosa?

Vicente Molina Foix es escritor.

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