Droga
Viajábamos en el AVE, tan serranos, haciendo la preceptiva parada de Córdoba, cuando el jefe de tren comunico por la megafonía: "Estamos detenidos en la estación porque hay una manifestación en medio de la vía". Y había una manifestación, efectivamente: varias decenas de mujeres y niños, algunos hombres, policías antidisturbios que llegaban dando voces; sólo que no se les oía, pues los manifestantes gritaban más. Bajamos y vimos rebullir aquella barrera humana mostrando grandes pancartas donde expresaban los. motivos de su protesta: "No a la droga". "Fuera drogadictos del barrio". "Queremos paz".Los viajeros del AVE procedente de Madrid se enternecieron y además entendían el problema. En Madrid también hay barrios que padecen la sordidez de la droga; gentes secuestradas por la violencia que genera el angustiado descontrol de los drogadictos y la desalmada prepotencia de los vendedores. Los manifestantes de Córdoba preguntaban lo mismo que estaban pensando los viajeros del AVE: "¿Por qué en vez de venir los guardias a despejar la vía de manifestantes no van al barrio a limpiarlo de delincuentes?".
La policía no puede acabar con esta lacra -se suele decir-. Pero la razón no entiende tanta dificultad. Uno va por el centro de Madrid y es muy probable que a la vuelta de cualquier esquina alguien con voz gangosa y en el rostro el rictus de la muerte le pida dinero para comprar droga o, alternativamente, le ofrezca en venta la propia droga otro que llaman camello aunque tiene cara de cabra. Los vecinos pueden identificar a cada acabritado camello de éstos, saben dónde ejercen su tráfico criminal, lo denuncian incluso, mas una sospechosa impunidad parece asistirles. Y el barrio es un infierno: las mujeres ni se atreven a salir, los hombres se apresuran recelando un navajazo, los niños están expuestos al tropezón con una jeringuilla que les arruine la existencia.
Un buen día la vecindad se echa a la calle o detiene un tren, acaso la emprende a guantazos contra quienes no la dejan vivir. Y entonces llegan los guardias armados hasta los dientes para evitar el alboroto, arropados luego por supuestos movimientos de solidaridad que recriminan la reacción ciudadana acusándola de racista. Todo un espectáculo que los narcotraficantes contemplan brindando con champaña, pues, mientras unos se muelen a palos y otros debaten sofismas, su negocio florece como las amapolas.
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