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XXXIII CONGRESO PSOE. GALERÍA SOCIALISTA

Un miura sentimental

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Como le gustan los toros -"y las corridas", aclara, socarrón-, cuenta el chiste del novillo sacrificado en el matadero y el morlaco muerto en la lidia que se en cuentran en el cielo y comparan sus mutuas existencias, con clara ventaja para el segundo. No cabe duda de que José Luis Corcuera, anterior y discutido ministro del Interior, es animal político bravo y noble, que embiste de frente y no tiene miedo a medirse en el ruedo, aunque eso le cree incomprensión. En su despacho de las Cortes -recién estrenado, sin papeles ni detalles personales: un limbo, después de haber habitado durante cinco años en la zona tenebrosa de nuestra sociedad-, que comparte con Carmen Romero, el hoy diputado se sienta apaciblemente y apenas agita sus manos gordezuelas. Tiene la izquierda algo hinchada, cosa de articulaciones, y le conviene nadar e ir al médico, que nunca lo hace. Seguramente porque, como de medicina no sabe, no podría discutir.Porque dicen -él lo niega- que va de entender de todo desde su éxito de masas en el programa de Mercedes Milá, en el que le descubrió la gente de la calle, y tras sus pinitos como mediador entre renovadores y guerristas, que luego quedaron en nada, y por quedar quedose sin ministerio, por su promesa de dimitir si el Constitucional se cargaba la Ley de Seguridad Ciudadana o de patada en la puerta, que detesta que se conozca como la ley Corcuera. Tampoco le gusta ser el ídolo, de parte de los taxistas, que afirman que "es el único ministro que puso los cojones encima de la mesa y dio la patada en la puerta y los pilló con las manos en la masa". El dice que, cuando. se sobrepasa, lo hace controladamente -su descontrol debe de ser apocalíptico-, aunque admite que puede haber "algo de autoritarismo, de defender con vehemencia aquello en lo que creo".

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Sus enemigos comentan que es un primate, que no piensa lo que dice y dice lo que piensa, o que es el típico individuo que, por ser demócrata, se cree autorizado para imponerse y arrasar: paradójicamente, un peligro para la democracia. Y ésta sería un poco su cruz, que siendo sindicalista le ponen de los nervios los sindicatos de policías -recién nombrado ministro les recibió y, después de arremangarse, les espetó: "Y vosotros, ¿Qué coño queréis?"-, y al de la Guardia Civil ni mentárselo, y cree que es mejor para todos que los empresarios ganen dinero. Quienes le quieren, y le quieren mucho, piensan que lo que ocurre es que es muy auténtico, y también muy padre, casi padre-padrone, y que eso no todo el mundo lo lleva bien. Especialmente los directores de periódicos, los periodistas y los jueces. "Yo nunca he presionado a nadie", insiste. Pero sus broncas, y el "¿cómo has podido hacerme a mí esto?", son memorables.

"He relativizado", dice, refiriéndose a su actual visión de la vida. Tal vez empezó a relativizar en 1984, cuando fue a ver a Felipe González -a quien conoció en el 75, cuando Corcuera era secretario genéral de UGT-Metal, en Portugalete- con la excelente noticia de que, en las negociaciones para la reconversión, había conseguido de la patronal excelentes condiciones para los afectados, y el presidente le contestó que eso sería bueno para ellos, pero no para el resto de los trabajadores españoles. Quizá, ya antes, algo le chirriaba cuando las posiciones del sindicato -con Nicolás Redondo, que le consideraba su delfin, a la cabeza- se empezaban a enfrentar con las del Gobierno del PSOE, y poco a poco, se decantó y González se acostumbró a puentear a Redondo para hablar con Corcuera, y hasta en un avión, estando sentados Nico y él, la azafata se acercó y dijo: "El presidente le llama por teléfono", y el máximo líder sindical fue a incorporarse y la mujer, puntualizó: "No, al señor Corcuera". Llegó un momento en que las cosas estaban tan tensas que Corcuera dimitió para que nadie dudara de que no le estaba haciendo la cama a Redondo. No han vuelto a ser amigos -"amistad, otra vez, es muy difícil"-, pero asegura que su respeto hacia Redondo es el mismo, enorme e íntegro. Claro que también respeta mucho a José María Cuevas, presidente de la patronal, "y a la gente que está en su papel". También aprecia mucho a Fernando Abril Martorefi, con quien negoció la reconversión -y ahí puso su dureza-, y de quien es amigo.

Autodidacta -y en su caso parece que, literalmente, se haya dictado a sí mismo, con su vozarrón, ser quien es-, Corcuera nació en 1945 en Pradoluengo (Burgos), pero desde muy niño creció en Portugalete, y es muy vasco, muy de camaradería viril, lo que sin duda le ayudó en su etapa ministerial, de la que ahora habla casi con ojos húmedos, sobre todo cuando se refiere a lo de "allá arriba", y a los malos tragos con los familiares de los muchachos asesinados. Esta ternura hacia las víctimas de la violencia, etarra se la reconocen hasta los policías. Autodidacta, decía, pero bastante leído a su manera, muy preocupado por el lenguaje -esas palabras que a veces arroja como saetas: lenguaz, empastar, embridar, seguro que las busca en el diccionario-, y reconociendo que, a lo peor, de haber podido estudiar, su vida habría sido otra y ahora estaría en el paro.

A los 14 años entró de aprendiz en Altos Hornos de Vizcaya, y luego fue oficial electricista. Y a los 18, un peón especialista, "un navarro del que guardo enorme recuerdo y que cantaba las jotas que hubiera podido ser profesional", le pidió dinero para los presos, y así se involucró, cuando aún no entendía de siglas ni partidos. Desde el 76 fue sindicalista liberado, y luego secretario general de UGT-Metal, y luego secretario de Acción Sindical, y en el 85 dimitió de su puesto, en UGT, aunque sigue siendo militante, y para entonces ya había rechazado la cartera de Trabajo. En sus tiempos primeros de militancia le marcaron los mayores de Vizcaya: Ramón Rubial, el propio Redondo. Ahora está marcado, además, por la solidaridad que, en los momentos duros, se genera en los entresijos de los Cuerpos de Seguridad del Estado. Y ha descubierto -o lo hemos descubierto los españoles, y cómo- que es hombre de "ley y orden".

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Ahora lee de libros de evasión, Larry Collins y así, y se deleita cuando tratan de cosas que conoce, la CIA, por ejemplo, "se nota que quien lo escribe sabe de qué va". Y ve cine. La última película de la que guarda buen recuerdo trata de la tolerancia: Belle epoque. Juega al mus, y parece muy bueno, de los que no se les nota la seña pero cazan al vuelo la del contrario. Y cumple religiosamente cuando pierde, "pero no me gusta perder. Uno de los peores días de mi vida fue cuando me metieron 35 a 11 en un partido de pelota a mano". Hogareño: su mujer, Margarita, y sus dos hijas, Nuria e Izaskun, le ven más desde que estuvo en Interior que en sus tiempos de líder sindical o de la ejecutiva.

Cree que el PSOE, que en el principio era como una familia, es difícil que vuelva a ser lo mismo: "Pero también tenía un aspecto muy negativo, que era que creíamos que fuera sólo había enemigos". De lo que está pasando: "Hay de todo. La lucha por el poder me parece respetable, sólo estoy en contra si la pelea no se produce lealmente. Me indignan las declaraciones en off. Ahora, casi, llaman a los periodistas para contárselo. Tienen poca chicha esos políticos".

Lo de Luis Roldán, que fue su director de la Guardia Civil -"Un hombre cabal", dijo de él- le tiene triste: "Siente uno una desazón, y la esperanza y el deseo de que eso se aclare, porque no tengo motivos para pensar lo contrario. Y me imagino que, en el orden personal, lo estará pasando muy mal".

Ahí donde le ven, pretende, sin dejarla, irse alejando de la política y trabajar en otras cosas, "porque a los 50 años uno debe de empezar a ver lo que hace para el futuro. Puede que le pida algo a mi buen amigo Abril Martorell, una asesoría". ¿De seguridad? Dice que no.

MAÑANA EN EL PAIS: Ramón Jáuregui.

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