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EL CONFLICTO COMERCIAL ENTRE EE UU Y JAPON

La guerra de los ricos

Japón y Estados Unidos se amenazan con un enfrentamiento comercial que tendría efectos devastadores

ANTONIO CAÑO WashingtonLa guerra, por el momento verbal, entre Estados Unidos y Japón recuerda a veces un conflicto por la supremacía económica en el mundo de la posguerra fría. Otras veces suena a una batalla mezquina por el pedazo más grande de la tarta del comercio mundial. Y en ocasiones parece tan sólo una exhibición nacionalista para la galería entre dos poderes que, en realidad, se complementan y se necesitan. La verdad puede ser una combinación de las tres cosas.

Por un lado, Estados Unidos necesita a Japón para financiar su enorme déficit público y, en última instancia, el crecimiento de su economía. Japón necesita a Estados Unidos para dar salida a sus capitales y sus productos y, en última instancia, como base también para su crecimiento económico. Pero, al mismo tiempo, ambos países sienten la necesidad de superar su dependencia mutua y reorganizar sus estructuras económicas para ese fin, así como ambos están llamados también a competir por otros mercados en los que el futuro económico de los dos puede estar en juego. Es decir, Estados Unidos y Japón son amigos y enemigos a la vez, y el conflicto de intereses que eso supone no es fácil que se resuelva en cualquier negociación en los próximos meses.

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Una guerra comercial entre Japón y Estados Unidos es difícil de imaginar, no sólo por sus efectos devastadores, sino por la estrechísima relación entre ambas economías. Un par de ejemplos: si los norteamericanos ejecutasen su amenaza de impedir el acceso a su mercado de los teléfonos celulares fabricados en Japón, como represalia por los obstáculos puestos por Tokio a la empresa Motorola, sólo una de las empresas japonesas que fabrican ese producto se vería afectada; todas las demás compañías tienen plantas fuera de Japón, incluso Estados Unidos. A cambio, cada incremento de 10 yenes en la cotización de la moneda japonesa frente al dólar supone, según ha calculado el semanario The Economist, un recorte de entre el 5% y el 10% sobre los beneficios de las empresas niponas.

A raíz del fracaso de la reunión celebrada el pasado fin de semana entre el presidente norteamericano, Bill Clinton, y el primer ministro japonés, Morihiro Hosokawa, la disputa entre los dos países ha alcanzado tal calor dialéctico que resulta dificil encontrar el verdadero núcleo del problema. Ambos Gobiernos se han acusado mutuamente de incumplimiento, avaricia y hasta de traición. Estados Unidos ha dado un plazo de 30 días para pensar en acciones punitivas contra Japón, y el Gobierno nipón ha amenazado con denunciar en el GATT las posibles sanciones estadounidenses.

Todos esos calificativos y amenazas parecen, sin embargo, más dirigidos a las opiniones públicas japonesa y norteamericana, ambas cultivadas históricamente con sentimientos de recelo mutuo, que a los negociadores del otro lado de la mesa. No es fácil distinguir entre culpables e inocentes en este episodio. Estados Unidos tiene razón al quejarse de las trabas de todo tipo que sus productores encuentran en el mercado nipón, y Japón tiene razón al sostener que su superávit comercial con los norteamericanos no obedece sólo ni principalmente a esas razones, sino a problemas estructurales cuya solución está únicamente en manos de los propios estadounidenses.

El propio Consejo de Asesores Económicos de la Casa Blanca reconoce en su informe presentado la pasada semana al Congreso que "si Japón eliminase todas sus barreras formales e. informales al comercio, las exportaciones de Estados Unidos a Japón aumentarían inicialmente a un promedio de entre 9.000 y 18.000 millones de dólares por año". Es decir, una cantidad no excesivamente relevante si se compara con los más de 59.000 millones de dólares de déficit comercial en 1993.

Superávit japonés

El grueso del superávit japonés en Estados Unidos se fraguó, cuando a principios de los años ochenta el capital fue requerido en los mercados norteamericanos para financiar el desarrollo que los capitales nacionales, destinados a sostener el déficit público, no podían acometer. Japón no penetró en ese país por la puerta trasera y sin permiso, sino que lo hizo atraído por los entonces altos tipos de interés norteamericanos y por un mercado -es verdad que mucho más abierto que el europeo- que necesitaba esos capitales. En otras palabras, Clinton y Hosokawa pueden llegar mañana a un acuerdo y el déficit norteamericano permanecer intacto o incrementarse.

De acuerdo con los cálculos oficiales norteamericanos, con los mercados japoneses abiertos, los empresarios estadounidenses no sólo venderían más, sino que, debido a los ajustes de cambio que ello provocaría, esos empresarios recibirían más dinero por lo que venden y tendrían, por tanto, más recursos para invertir dentro del país. Ese efecto, combinado con la reducción del déficit público prometida por el Gobierno, pondría más dinero en el mercado interno, se reduciría la dependencia de los capitales y productos japoneses, y, con ello, se rebajaría también el déficit.

Suena bien, pero otros economistas, más partidarios del valor del ahorro que del comercio, advierten que eso puede no ser más que el cuento de la lechera. Las cosas podrían producirse en el sentido que espera el Gobierno, o en el contrario. La reducción del superávit japonés puede provocar una caída del yen, y con ello, un nuevo incremento de las exportaciones japonesas que dejase las cosas donde estaban. No hay ninguna garantía de éxito y la mejor garantía contra el déficit comercial, en opinión de John Berry, un columnista de The Washington Post, es el ahorro: "Si una nación invierte más de lo que ahorra, el único lugar en el que se pueden conseguir los fondos extras necesarios es en otro país que ahorre más de lo que invierta".

Ese otro país tiene que ser obligatoriamente Japón, donde la situación se contempla con cierta tranquilidad porque saben de la debilidad de la posición norteamericana, pero también con preocupación por su propia dependencia de la economía de Estados Unidos. Con la actual paridad de la moneda, un coche japonés de importación puede ser hasta 300.000 pesetas más caro que otro norteamericano de similares características. Tokio sabe bien que no es fácil que Estados Unidos castigue la masiva entrada de sus cámaras de vídeo o artículos porque la producción doméstica es escasa, pero no descarta una fiscalidad prohibitiva a sus ordenadores o motores, muy accesibles made in USA.

A la espera de acontecimientos, el sector automovilístico y la electrónica de consumo se muestran especialmente preocupados. "La pelota está en nuestro campo. Debemos ofrecer algo visible", ha reconocido el portavoz del Gobierno, Masayoshi Takemura. Un buen momento para ello es la reunión del 26 de febrero entre ministros de finanzas y gobernadores de los bancos centrales del Grupo de los Siete.

Los norteamericanos han logrado algún avance en las exportaciones de equipos de diagnóstico médico, mínimos en telecomunicaciones y seguros, y muy pocos en el automóvil.

El sector automovilístico y de componentes, donde se localiza el 60% del superávit, constituye quizá el banco de pruebas. Los japoneses exportaron cinco millones de vehículos y, en un cálculo que incluye sus plantas en Estados Unidos, controlan el 23% del mercado norteamericano de coches y camionetas.

Las ventas de Ford, Chrysler y General Motors en Japón, con una capacidad de absorción anual de más de seis millones de unidades, fue en 1993 de 20.362 automóviles. Y de las tres, Chrysler colocó 5.699, un 225% más que el año pasado. El cliente japonés duda poco al optar entre un utilitario nacional de 1,5 millones de yenes, con aire acondicionado y dirección asistida, y un modelo similar norteamericano de 2,5 millones, pero con el volante en la izquierda, el lado contrario a lo establecido legalmente.

Japón resiste como puede la embestida de su principal aliado político y advierte que suspenderá las negociaciones si EE UU resucita la sección 301 del Acta de Comercio de 1974, que abre el camino a sanciones contra países de prácticas comerciales consideradas injustas.

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