Comprar flores en domingo
A LA espera, demasiado larga, de una ley de comercio que ordene el sector, el Gobierno publicó en diciembre un decreto-ley que anticipaba la política de horarios. Se trataba de fijar un criterio mínimo común para la apertura de comercios en días festivos -al menos ocho al año-. Este decreto no impedía que las comunidades donde ha imperado la tolerancia horaria pudieran seguir manteniéndola. Las comunidades proclives a las restricciones en este terreno, como la catalana, dictarán una copia del citado decreto. Era de esperar. Menos previsible, sin embargo, es que regiones como Madrid, donde había imperado la libertad horaria, se descuelguen ahora con un casi implacable cerrojazo dominical. Y el ejemplo de la comunidad madrileña puede contagiar a otras igualmente permisivas hasta ahora. Entonces, el decreto de mínimos se habrá convertido, sorprendentemente, en un decreto de máximos.El célebre decreto-ley surgió de una urgencia. El Constitucional había anulado las leyes de algunas autonomías que contradecían la libertad de horarios instaurada por el ministerio de Miguel Boyer en 1984. El Gobierno, con esta corrección provisional, dio nuevo cobijo a estas políticas, en una iniciativa en la que no es desdeñable la influencia de Convergència i Unió. Al amparo del nuevo marco, el Gobierno autónomo de Madrid se propone revisar contundentemente sus criterios. De aplicarse su propuesta, los madrileños, como les ocurre a muchos ciudadanos españoles, ya no serán libres de ir el domingo a la frutería de la esquina, ni el frutero podrá decidir por su cuenta -otros lo han hecho por él- si abre o no su tienda. Porque las aplicaciones autonómicas del citado decreto-ley entran en detalles como admitir la apertura en festivos de tiendas de conveniencia -curioso adjetivo, sólo aplicado a comercios que combinan restauración con juguetería, libros y alimentación- si no sobrepasan los 500 metros cuadrados. En domingo estará tolerado comprar flores, pero no se podrán adquirir bicicletas. El habitante de un municipio turístico no sufrirá el mismo rigor horario que su vecino de una población que, se supone, no recibe visitas, etcétera.
La razón fundamental de este recorte horario, sostienen las autoridades, es la protección del pequeño comercio. Es indudable que debe protegerse al minorista, pero éste también debe saber adaptarse a los nuevos hábitos de consumo. El poderío financiero de las grandes superficies -que permite negociar plazos de pago inalcanzables para el resto- o la posibilidad de una guerra de precios que tenga fundamentos dudosos son hechos a contemplar. Pero lograr la necesaria supervivencia del pequeño comercio, y, en general, conseguir un sector saludable, es una tarea de la futura ley de comercio. Intentarlo por la vía de los controles horarios es de una eficacia dudosa, y tan preocupantes son los costes laborales que supone una crisis en el pequeño comercio como los despidos que acarreará el cierre dominical de las grandes superficies.
En este debate se ha intentado sin éxito conjugar dos intereses: el del pequeño comercio y el de las grandes superficies. Al margen ha quedado una voz: la del consumidor, un ciudadano razonablemente perplejo ante la manía tutora de la Administración, que hasta le controla qué día puede comprarse un paraguas. El decreto-ley surgió para solventar una situación provisional, pero la futura ley de comercio no puede verse sometida a este precedente con todos sus dudosos detalles.
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