Tiovivo
La decepción que causa visitar Arco 94 nace de un alivio. Cuando éramos niños íbamos a la feria, que en mi ciudad plantaban dos veces, por Navidad y en junio: vanidades del feriante. En cada ocasión el niño acude al solar de las atracciones con una doble aspiración: allí tienen que estar sus clásicos (la noria, el tren fantasma, el puesto de las balas de algodón dulce), que, en su inmanencia ferial, han de ofrecerse sin embargo nuevos o repintados. Con una frase más de reclamo que la vez pasada: "Nadie se marea. Niños, tened el dinero listo". Llevamos 13 años yendo a Arco, y nos habían acostumbrado mal. Su creación coincidió con el principio del fin de un cierto retorno al orden artístico que siguió a la eclosión de la vanguardia de los años sesenta-sententa. El nuevo espíritu post, neo (o neo-neo) y des (des-realizador, y de-construccionista) ha llenado las galerías de una gran cantidad de fe rretería fantasmática y bromas dadá recalentadas al baño María (¿Co rral?), y Arco, fiel a su época, ha solido mostrar esa hoy imperante rama del academicismo moderno, más empalagoso, en su minimalidad, que los enormes lienzos históricos del XIX. La agresividad de los primeros irracionalismos y el nihilismo trágico del arte conceptual repetidos ahora como farsa. En Arco 94 aún puede verse un cocodrilo de arcilla ornamental y jaulas, muchas jaulas (¿alusión al artista cautivo?), pero eso es poco comparado con la pasada Bienal de Venecia, que en su sección más audaz aperto emulaba a mi mejor museo provincial: el del Ninot de Fallas de Valencia. El bazar de las novedades queda hoy en Madrid desplazado por paredes enteras de pintura en soporte tradicional firmada por los nombres del siglo, y nosotros, como el niño perdido en el carrusel, tendremos que contentarnos buscan do los antiguos consuelos que el arte se reserva bajo la chapa metálica de los caballitos.