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Tribuna
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Peces

De pronto se abre la mano, y sin saber cómo, te encuentras de inmediato nadando en la corriente. Avanzas, cauce arriba o cauce abajo, de afluente en afluente, arrastrado por un anzuelo brillante sujeto al extremo de un hilo invisible. Y vas buscando el acomodo en las aguas que te son más propicias. Personalmente rehúyo los ríos de aguas cristalinas, tal vez porque "la vida no es tolerable más que a partir del anochecer" o porque el fango es más hospitalario que la pureza. ¿Cómo se puede vivir en la luz? No hay superficie que tolere sin menoscabo de su reputación la plena. exposición solar. ¿Hay ciudadanía suficientemente sólida para no sucumbir a la completa transparencia democrática? ¿No es preferible la sombra tenebrosa de la mazmorra que la visibilidad irremisible del Panóptico? Por eso me gusta más la ciudad que el campo. Y en el campo, el bosque antes que el cultivo.Prefiero estos ríos urbanos de las grandes ciudades, que se ramifican en interminables canales de aguas estancadas, a los arroyos de montaña, de cauce estrecho, corriente apresurada y sentido obligatorio, donde los peces sienten la mano opresiva de la naturaleza empujarles literalmente hacia abajo. Por eso prefiero Madrid con sus aguas revueltas que la asepsia acuática de una pequeña ciudad donde todos los peces danzan en el mismo banco.

Porque lo cierto es que estamos en la vida como peces que están en el agua, con el anzuelo ya bien tragado. La muerte tiende sobre la existencia sus sedales plagados de anzuelos invisibles. Sobre la superficie del agua resplandecen las almas brillantes que sujetan los cuerpos a la vida como arpones, dolorosamente, con una aguda punzada en el fondo del pecho, justo allí donde corta la tangente que une y separa, cuerpo y alma, y que es el punto donde más profunda late la vida. Después el alma se apiada y saca ese cuerpo a la orilla para que descanse en paz, en tierra firme. Y en el fondo hasta que no estamos boqueando ya entre las hierbas de la orilla no llegamos a saber la especie de pez que éramos, ocultos y moldeados por la propia corriente de la vida. El cuerpo es una piedra caliente que se ponen las almas debajo de su manto, antes de emprender sus travesías interminables de migraciones giratorias. Pero cuando las almas tiran de ellos hacia la vida eterna, entonces los cuerpos se enfrían como astillas encendidas que se van apagando por el camino. La vida eterna es como un soplo de aire polar, no hay Rama terrenal que pueda arder en ese clima.

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