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Supremo no hay y más que uno, pero no es el verdadero

Salvo en los años gloriosos de la República romana, todos los intentos de duplicar las magistraturas supremas realizados a lo largo de la historia han terminado como el rosario de la aurora, cosa que significa, por si las jóvenes generaciones lo ignoran, terminar a estacazos. La cosa no ha ido bien, ni siquiera cuando se ha intentado delimitar claramente las competencias de esos entes como supremos en su orden. El imperio romano de Occidente y el de Oriente se enzarzaron en guerras apenas creados, el Papado y el Imperio lucharon durante cuatro o cinco siglos por asegurar sobre la otra la superioridad de su propia supremacía y, en fin, al final de los tiempos, Leviathan y Behemoth, el señor de la tierra y el del mar, se enfrentarán entre sí, acabando con todo lo que todavía quede en pie de este pobre mundo.El acuerdo adoptado por los magistrados de la Sala Primera del Tribunal Supremo (que no es un acuerdo de este importantísimo órgano del Estado, sino una especie de petición colectiva de quienes la forman) no es, claro está, Armagedón, ni la batalla del Puente Milvio, ni el saco de Roma. Es simplemente la expresión pública de un desasosiego que se ha manifestado ya en otras ocasiones, y desde luego de otras formas. La escogida en esta ocasión no ha sido, según la opinión común, de las más afortunadas, aunque no estoy muy seguro de que no haya habido otras que lo hayan sido aún menos. El ejercicio colectivo del derecho de petición, prohibido a los militares por la ley, tiene también otros límites derivados de la prudencia, aunque esta importante virtud no esté, como la de la justicia, constitucionalizada. En todo caso, no es mi propósito aquí comentar un hecho que ha sido ya abundantemente comentado y sobradamente condenado. Ni me gusta hacer leña del árbol caído, ni excluyo la posibilidad de que quizá los firmantes de ese escrito, si escrito hay, puedan ofrecer en abono de su postura razones que a mí no se me ocurren. En mis 12 años de juez he aprendido seguramente menos de lo que debiera, pero sí que cualquier juicio que se emita antes de oír a todas las partes no pasa de ser una opinión de poco fundamento.

Lo que me inquieta es que al hilo de ese error puedan cometerse otros, y algunas razones hay para esa inquietud. Muchas de las opiniones que estos días aventan políticos y juristas parecen basadas en la creencia de que esos excesos que los magistrados del Tribunal Supremo reprochan, si se lo reprochan, al Tribunal Constitucional, se originan en el uso inmoderado que éste hace de sus propias competencias, o en un defecto de las leyes que las definen. A mi juicio, ni en este caso hay exceso del Tribunal Constitucional, ni acierto a ver cómo podrían evitarse situaciones de este género con la reforma de las leyes, si no se reforma la Constitución.

El motivo del reproche no está, si he entendido bien, en el hecho de que el Tribunal Constitucional haya anulado una sentencia del Supremo por considerar que con ella se colocaba a la recurrente en situación de indefensión, pues es claro que para eso existe. Lo que se le censura es que, en lugar de haberse limitado a declararla nula, haya resuelto también declarar firme la sentencia de la Audiencia Provincial que, a su vez, el Tribunal Supremo había anulado. Las razones en las que esta decisión del Supremo se apoyaba son exactamente las razones por las que el Tribunal Constitucional ha considerado que esa decisión era contraria a la Constitución, de manera que en definitiva lo que esta debatida sentencia constitucional viene a decir es que la sentencia de la Audiencia vale porque las razones por las que el Tribunal Supremo la anuló son inaceptables. Para el Tribunal Constitucional, como para la Audiencia Provincial, cuando la garantía de un derecho que la Constitución protege (en este caso el de los hijos extramatrimoniales a saber quiénes son sus padres) depende en último término de una prueba que la propia Constitución ordena establecer, pero cuya realización depende exclusivamente de la voluntad del presunto padre, si éste se niega a que se realice alegando que el hecho de que se le extraiga sangre para analizarla viola su intimidad y su derecho al honor, el juez no puede limitarse a decir que como la prueba no se ha efectuado nada se ha probado, sino que ha de ordenar que se realice. No es esto, sin embargo, lo único que le cabe hacer. También es lícito, a juicio del Tribunal Constitucional, que teniendo en cuenta él contexto en el que la negativa se produce, el juez deduzca de ella que quien con la prueba en cuestión pudo deshacer las sospechas de su paternidad, apoyada sólo en otras pruebas indiciarias, al negarse a la prueba está intentando evitar que su paternidad se demuestre. Este segundo camino fue el elegido por la Audiencia Provincial de Madrid (como en otras ocasiones, al parecer, por el propio Tribunal Supremo) y, en consecuencia, para no obligar a la recurrente a iniciar de nuevo todo el proceso, el Tribunal Constitucional declaró firme su sentencia.

En esto consiste la supuesta extralimitación y este género de extralimitaciones son las que con la reforma de las leyes se querría corregir. La opinión de quienes juzgan que al obrar así el Tribunal Constitucional se ha equivocado (una opinión en la que coincide con los magistrados del Tribunal Supremo un magistrado del Constitucional que es, además, uno de los mejores constitucionalistas de este país) no se basa en quimeras, sino en argumentos que serían buenos si no partiesen, a mi juicio, de un supuesto erróneo: el de que en España hay dos Tribunales Supremos. Uno, el que así se llama, para la interpretación de las leyes; otro, que no se llama Supremo, sino Constitucional, sólo para lo que tiene que ver con la Constitución.

Como es evidente, el Tribunal Constitucional no se ha arrogado en este caso la función de juzgar sobre un litigio de derecho civil; se ha limitado a darle fuerza de cosa juzgada a la sentencia de un juez civil, que el Supremo había anulado. No hay, pues, enfrentamiento alguno entre el Tribunal Constitucional y el Poder Judicial, sino entre el Constitucional y el Supremo. Éste entiende, basado en las apariencias, que no puede aquél resolver un pleito civil dándole la razón a un tribunal al que él se la quitó porque en el orden civil ha de ser suya la última palabra. El Constitucional, apoyado en realidades, entiende por el contrario que cuando el Tribunal Supremo violó la Constitución al anular la sentencia de un tribunal inferior, nada impide que él vuelva a declarar válida la decisión de éste, anulando a su vez la del Supremo.

Estas dos posturas se fundamentan, como digo, en dos lecturas distintas de la Constitución, posibles ambas porque en este punto, como en otros, el texto constitucional es muy deliberamente ambiguo. El artículo 123.1 dice efectivamente que el Tribunal Supremo es superior en todos los órdenes, salvo, y lo que importa naturalmente es la salvedad, lo dispuesto en materia de garantías constitucionales, es decir, en materia de derecho fundamentales. En esto, la última palabra la tiene sólo el Tribunal Constitucional, el único contra cuyas sentencias prohibe la Constitución (artículo 164) admitir recurso alguno. Como es evidente que esto es lo propio de un Tribunal Supremo, es ésta una condición que no cabe negar al Constitucional, aunque la Constitución le regatee el adjetivo. Esta condición sería, en consecuencia, una condición compartida por los dos altos tribunales, defensor uno de la ley y el otro de la Constitución. Cada uno de ellos ha de mantenerse dentro de su propio ámbito, sin inmiscuirse en el ajeno.

El esquema es, sin embargo, simplemente irrealizable. No cabe separar en la práctica el plano de la legalidad y el de la constitucionalidad, aunque el propio Tribunal Constitucional se haya empeñado durante mucho tiempo en ello. La Constitución es el fundamento de la ley, que depende de ella mucho más directa y

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completamente de lo que la espada dependía de la cruz, incluso para los más rabiosos gibelinos. No han sido pocos los casos en los que el Tribunal Supremo, seguramente sin exceder de sus propias competencias, ha adoptado decisiones contrarias a las del Tribunal Constitucional, haciendo valer por ejemplo, en contra del criterio de éste, el principio de igualdad en las relaciones sucesorías d títulos nobiliarios, o anulando el largo proceso sobre la presa de Tous, por las mismas razones que el Tribunal Constitucional había considerado insuficientes para tomar una decisión tan grave. Constitución y ley forman parte de un sistema único y debe haber muy pocas aplicaciones de muy pocos preceptos legales que un abogado mínimamente imaginativo no pueda conectar con uno u otro de los derechos fundamentales que la Constitución garantiza. En esta situación no existe, naturalmente, más Tribunal Supremo que aquel. que puede resolver los litigios desde la perspectiva de la norma más alta y de forma ya definitiva, y esta situación no depende de la configuración del recurso de amparo, y ni siquiera de que el recurso de amparo exista o no. En Italia, en donde no existe, hubo también una guerra de las Cortes porque la constitucional sostenía, frente a la de casación, el criterio de algunos jueces inferiores. Lo mismo, en definitiva, que ahora ha pasado aquí. La regulación actual del recurso de amparo puede ser, desde luego muy mejorada, pero que nadie espere que, como consecuencia de esas mejoras, se le pueda devolver al Tribunal Supremo una condición que perdió al aprobarse la Constitución.

Francisco Rubio Llorente es catedrático de Derecho Constitucional.

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