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El talón de Aquiles de Clinton

A pesar de los nada despreciables triunfos conseguidos con la aprobación del Tratado de Libre Comercio y de la feliz conclusión de la Ronda Uruguay del GATT, la política exterior sigue siendo la asignatura pendiente de Bill Clinton. Un año después de su llegada a la Casa Blanca, el mundo occidental sigue sin enterarse hacia dónde le quiere llevar el 420 presidente de Estados Unidos. Todas las promesas de política exterior hechas por Bill Clinton durante la campaña electoral se han desvanecido como la espuma ante la falta de decisión de un presidente que, a la hora de la verdad, duda y vacila hasta el punto de que en Washington se ha ganado el apelativo de The Wobbler, o El Vacilante.

El país sabía que al votar por Clinton votaba a un presidente cuya preocupación prioritaria iba a ser la política doméstica. La caída del muro y la desintegración de la URSS habían alimentado la falsa ilusión de que el presidente de EE UU podía desentenderse de los asuntos mundiales y concentrar sus energías en atender los acuciantes problemas internos, recuperación económica, reducción del déficit, educación, sanidad y violencia en las calles.

Sin embargo, Clinton había hecho unas promesas concretas en política exterior, como restablecer la democracia y la presidencia de Jean Bertrand Aristide en Haití; acabar con la hegemonía de los señores de la guerra en Somalia de tener la carnicería en Bosnia; impedir que Corea del Norte fabricase ingenios nucleares; apuntalar a Borís Yeltsin y al reformismo en Rusia, y presionar a China para que respetase mínimamente los derechos humanos.

Un año después de formuladas estas promesas, Haití sigue en manos de la misma banda militar que derrocó a Aristide; en Somalia sigue reinando el caos; las matanzas aumentan en Bosnia; la reforma se ha detenido en Rusia, con la dimisión de sus más conspicuos defensores tres días después de que Clinton visitara Moscú; la represión sigue siendo la norma en China, a pesar de las amenazas de Washington de retirar a Pekín el estatuto de nación más favorecida, y Corea del Norte sigue negándose a someter sus instalaciones nucleares a la inspección internacional.

A mayor abundamiento, el Parlamento ucranio, pese a retirar sus objeciones a la ratificación del START 1, sigue aplazando su incorporación al Tratado de No Proliferación Nuclear (TNP), lo que choca con el espíritu del solemne acuerdo firmado en la capital rusa por Clinton, Yeltsin y Leonid Kravchuk, por el que éste accedía a entregar sus armas nucleares a Rusia, y la amenaza integrista sigue latente en el Mediterráneo, atizada por la larvada guerra civil de Argelia, sin que hasta el momento Washington haya dicho esta boca es mía.

Sin negar protagonismo al actual presidente norteamericano en la consecución del histórico acuerdo entre Israel y la OLP, habrá que recordar que dicho acuerdo es la consecuencia del inicio de las conversaciones de paz en la Conferencia de Madrid, cuyos artífices principales fueron George Bush y su secretario de Estado, James Baker.

Nadie duda de la capacidad de trabajo y de negociación de Bill Clinton, y de su, quizás excesiva, aplicación en la resolución de los problemas. Pero su palmarés en política exterior hasta ahora no es precisamente brillante. El mundo es hoy un lugar mucho más peligroso que hace un año.

Es posible que parte de la culpa radique en la opacidad y falta de visión de su equipo asesor en temas exteriores. Warren Christopher, secretario de Estado; Anthony Lake, asesor de seguridad nacional, y el nuevo secretario de Defensa, Williani Perry, no parecen aspirar precisamente a convertirse en Metternich. Clinton debe empezar por convencerse de que sus responsabilidades no terminan en las fronteras de Estados Unidos., El mundo libre no puede permitirse tener un avestruz en la Casa Blanca.

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