La hora del consenso
Todo indica que la etapa "mayoritaria" de la democracia española ha tocado a su fin, y no parece que haya más remedio que volver al consenso. Sin embargo, éste ya no podrá basarse, como en la transición, en negociaciones ocultas, pactos secretos y coaliciones cambiantes entre las cúpulas de los partidos, sino que ahora requerirá una mayor institucionalización de los acuerdos en un marco plenamente asentado de pluralismo, división de poderes y descentralización.Cabe sostener que éste era ya el modelo al que la democracia española apuntaba a finales de los años setenta. Sólo el peligro de desestabilización antidemocrática empujó a una gran parte de los ciudadanos a dar apoyo a un esquema en el que, durante más de diez años, las Cortes quedaron sometidas al Gobierno y éste a su presidente y a la cúpula del partido mayoritario. No hay duda de que esta experiencia contribuyó a alejar definitivamente el peligro de quiebra del régimen democrático y proporcionó una cierta eficacia decisoria al aparato político y administrativo, pero también produjo una distribución muy desigual de la satisfacción política en la sociedad y suscitó, de este modo, una cierta polarización. Pasada la euforia económica con la que se quiso legitimar aquel estilo de gobernar y desaparecida la mayoría absoluta del PSOE, hay al menos tres terrenos en los que aquel modelo "mayoritario" ya no puede funcionar.
El primero es la propia formación de mayorías parlamentarias para legislar y dar apoyo al Gobierno, que obliga a pactos y coaliciones. Esta tarea se resiente en la actualidad de la falta de consolidación del sistema de partidos, en el que se da la anomalía de que el principal partido de la derecha está situado en una posición extrema en el arco parlamentario (al contrario de lo que ocurre en la izquierda), mientras que el espacio intermedio de centro-derecha está ocupado por partidos nacionalistas y regionales cuyas decisiones en la política estatal están muy condicionadas por las correspondientes políticas autonómicas. La escasez de otras oportunidades induce, pues, al PSOE a negociar y pactar leyes con los nacionalistas catalanes, así como con los vascos y canarios, y, como consecuencia de ello, la cuestión autonómica adquiere un lugar relevante en la agenda política. Seguramente es éste un resultado poco deseado por la mayoría, pero para que no se convierta en un factor de continua sorpresa, parece altamente conveniente que las relaciones entre el centro y la periferia se desarrollen en un marco de mayor institucionalización. La primera reforma recientemente aprobada del reglamento del Senado, más simbólica que efectiva, sólo contribuirá significativa mente a esa tarea si es seguida por otras que verdaderamente lo conviertan en un foro de intercambios y acuerdos vinculantes entre los Gobiernos autónomos y el Gobierno central.
El segundo terreno en el que hay un déficit de incentivos negociadores es, evidentemente, el de la concertación social. Hemos asistido en la trayectoria democrática de este país a la paradoja de que los sindicatos y la patronal suscribieran reiteradamente pactos globales con Gobiernos de centro-derecha, en la etapa de la UCD, mientras que ha proliferado el conflicto en la etapa de Gobiernos de centroizquierda. Es bien sabido que el PSOE trató de apoyarse en su mayoría absoluta monocolor para llevar a cabo una política económica de estabilización y liberalización frente a la propia UGT. Pero si incluso un PSOE mayoritario acabó cediendo y, después de la huelga general de 19.88, aceptó una expansión presupuestaria que contribuyó a traer la actual recesión, difícil será que ahora pueda mantener por sí solo el equilibrio económico y social estando en minoría. Ante la actual situación, en la que las cúpulas de unos sindicatos sobredimensionados se enfrentan abiertamente al Gobierno y al Parlamento, sólo parecen caber dos salidas. Una sería la integración de las organizaciones representativas en una negociación más compleja y vinculante, a la que hasta ahora el bisoño y meramente consultivo Consejo Económico y Social ha podido prestar escasa contribución. La otra sería la descentralización de las negociaciones sociales, devolviendo las oportunidades de concertación y pacto a la sociedad..
Finalmente, la negociación y el consenso vuelven a hacerse imperiosos para formar las mayorías cualificadas con las que hay que elegir periódicamente a los miembros del Consejo General del Poder Judicial, el Tribunal Supremo, el Defensor del Pueblo y otros órganos concebidos como poderes arbitrales y de moderación del mayoritarismo ejecutivo. Afortunadamente, ha pasado ya el momento en que el grupo mayoritario del Congreso pretendía establecer "una coherencia política" entre el poder judicial y el partido gobernante. Los amplios acuerdos que se requieren para dar el impulso a estas instituciones -de los cuales hoy, con los números en la mano, es imposible excluir al PP- son necesariamente difíciles, precisamente porque aspiran a producir resultados de suficiente independencia, pero son por ello mismo una condición de credibilidad de la división de poderes.
El reforzamiento de las Cortes ante el Gobierno, la conversión del Senado en una cámara federal, un nuevo marco de concertación de los grupos sociales y la independencia de la justicia son sólo algunos de los desafíos institucionales que la democracia española aplazó hace diez años y que ahora tiene inevitablemente que abordar. El entierro del "modelo bicéfalo" del PSOE puede ser una condición favorable, pero desde luego no suficiente, para esta institucionalización.
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