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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El extranjero cercano

EL TENTETIESO es una figura que tiene la propiedad de volver siempre a la vertical pese a los repetidos mandobles que lo desequilibran. con la mayor contundencia. La firma de un acuerdo de defensa entre Rusia y la antigua república soviética de Georgia, que entrega tres bases militares al Ejército de Moscú, es una demostración práctica de las capacidades de tentetieso que posee Rusia, sucesora geopolítica cada vez con mayor convicción de lo que apenas ayer fue la Unión Soviética.Los objetivos del Kremlin apuntan ahora a efectuar operaciones similares de sujeción con Armenia y Azerbaiyán, lo que cerraría de nuevo el Cáucaso a toda influencia que no fuera la rusa. Las declaraciones del presidente georgiano, Edvard Shevardnadze, prácticamente pidiendo perdón a su opinión pública por la firma del acuerdo, no permiten llamarse a engaño. Es Rusia, que vuelve con un tratado para proteger a Tbilisi contra sus secesionismos interiores a cambio de un alineamiento exterior e interior con Moscú. Antes de la destrucción de la URSS, en 1991, esa figura se llamaba finlandización.

En Occidente cabe distinguir dos difusas escuelas sobre la actitud a adoptar ante la eventual recuperación moscovita de los antiguos lindes imperiales, lo que en la jerga del nacionalismo ruso se llama el extranjero cercano. Una posición que privilegia el factor de estabilidad mundial que representa el hecho de que Moscú haga de policía, incluso puede que bueno, en el Cáucaso, Asia central -donde se terne el contagio del integrismo islámico-, Bielorrusia -donde un malabarismo parlamentario ha llevado al poder a los amigos del Kremlin- y, seguramente, también en Moldavia. Sólo quedarían fuera de ese reparto, dudosamente, Ucrania, y los Estados del Báltico, que se han vuelto decididamente a Europa en la construcción de sus nuevos intereses y donde, presumiblemente, Rusia habría de ser más prudente para no disgustar a sus apoyos occidentales, notablemente a Alemania.

Una segunda posición, sin embargo, atiende a la necesidad de tomarse más en serio la independencia de los Estados nacidos del estallido soviético, y, sobre todo, subraya la inconsecuencia profunda que media entre saludar la desaparición de la llamada cárcel de pueblos que fue el imperio ruso -zarista y soviético- y lo que ello conlleva de debilitamiento de una potencia que entonces muchos consideraban una amenaza para la paz, y aceptar ahora de buen grado que Rusia vuelva donde solía. La capacidad de Occidente, entendiendo por tal Estados Unidos, la Unión Europea y los grandes organismos financieros internacionales, para hacer algo más que mostrar su disgusto por estos atisbos de regreso imperial es sin duda limitada. Pero no inexistente.

Rusia necesita a Occidente no sólo en forma de ayuda económica directa, sino de aportación tecnológica, de integración de Moscú en los grandes circuitos comerciales, de educación en los modos del mundo democrático. Es decir, una cierta legitimación a todos los niveles. Los representantes de Occidente con mayor valimiento en Moscú deberían saber hacer constar, por ello, que ese abrazo integrador tiene sus exigencias, que se reflejan tanto en la libertad de las periferias ex imperiales como en el establecimiento de una democracia plena en Rusia.

Todos los que se horrorizan escuchando los despropósitos de VIadímir Zhirinoviski, el ultranacionalista ruso, sobre allanamiento de fronteras y reparto de países en un delirio terráqueo harían bien en notar que la nueva política del Gobierno de Chernomirdin, aceptada si no promovida por el presidente Yeltsin, puede ser simplemente la cara moderada de un expansionismo que, a la postre, acabe siendo el mismo. El mundo será, quizá, menos violento con la finlandización del Cáucaso. Pero ¿era, eso lo que saludaba la democracia occidental con la desaparición del comunismo soviético?

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