El casero rentas quiere
Apenas dos o tres generaciones hace que cambiaron el hábito, el modo de vivir de la mayoría de los españoles en asunto tan fundamental como es el techo que cobija, las paredes donde clavar un poster, el suelo para el reposo. Hasta entrados los años cincuenta de este siglo, la gente que acudía a las ciudades -todos vinimos de fuera- alquilaba la vivienda, se mudaba según los incidentes familiares, los cambios de fortuna o la peripecia profesional, dejando el cuidado y entretenimiento de la morada en manos de su dueño natural, el casero, que de esas rentas vivía. Formaban un reducido y sospechoso estamento, con muy mala prensa. No. había folletín ni relato con atisbos sociales donde faltara el malvado casero, también representado por el avinagrado e implacable administrador, cuya mayor satisfacción tenía que ver con el desahucio de viudas y huérfanas.El rentista había entrado en vías de extinción: todo el mundo quiere tener casa propia, aunque realmente haya adquirido 60, 8 5 o 100 metros cuadrados de aire a 20 o 30 metros sobre el nivel del suelo. La titularidad de un piso, la calidad de propietario no deja de ser una moderna y sutil forma de esclavitud, de sujeción imperativa a un espacio, de encadenamiento forzoso a unos gastos compartidos entre semejantes que se reúnen con periodicidad para mostrar su desacuerdo en cuanto a las obligaciones comunitarias.
Antaño, el casero podía ser un ente abstracto -la casa ducal, una orden religiosa, la propia corona, el concejo- representado por el puntual recaudador. Otras, el indiano de regreso, el que vendió las tierras para invertir en la metrópoli, y les salían las cuentas, cuando el arrendatario era solvente. El sistema vuelve, tras una crisis largamente gestada que puso la habitación en cotas inalcanzables. Los bancos hacen lo que pueden por el crecimiento de la población propietaria: facilitan créditos, domicilian recibos, conciertan hipotecas y, de tanto en tanto, alumbran agujeros" morrocotudos.
El funcionario móvil, las parejas recientes, los abuelos flotando en pisos ya demasiado grandes buscan acomodo a la medida y en alquiler, vuelta a un pasado pleno de dificultades de adaptación. Los arriendos están por las nubes, aunque habrán de bajar. Del problema se ocupan reiteradamente los legisladores, que pronto se aburren y fatigan al no encontrar fórmula más justa. Cierto que hay rentas ínfimas, congeladas en la miseria, junto a pretensiones millonarias. Madrid está plagada de pisos desalquilados, de oficinas vacías, de locales en quiebra. El panorama pudiera acercar la solución, que sólo parece basarse en una ilusoria estabilidad del dinero y de las cosas.
Hoy, el economista que se atreviera a pronosticar un equilibrio moderado y durable a medio plazo sería mirado con desconfianza y acabaría en manos de una psiquiatra argentina, dicho sea en mérito a la generalización.
Arañando la historia enciclopédica, encontramos la sorprendente figura de "la renta de la abuela de Granada", que se remitía al tributó de ladrillos, yeso, azulejos o dineros para la abuela de Boabdil, tributo que, ¡no faltaba más!, prolongaron los cristianos todo lo que pudieron.
Vivo en un piso cuyo contrato tiene más de 35 años; revisado e incrementado según las disposiciones vigentes, sigue siendo francamente accesible. Bajo el guarismo del alquiler aparecen varias cantidades por ascensor, impuestos, contribución, luz de la escalera, portería y obras, que duplican con creces el primer concepto. Los inquilinos le estamos dejando una casa estupenda a los propietarios, por la cuenta que nos tiene y porque si no lo hacemos nosotros cunde la duda de que lo haga Rita la Cantaora.
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