Literatura
Existe una noción desdeñosa, peyorativa, y muy difundida, de la literatura. "¡Todo el resto es literatura!", exclama un escritor francés. El resto: lo que no es esencial, lo que no pesa. Cuando alguien le saca el cuerpo a un tema, cuando esquiva el bulto, cuando intenta disimular el vacío con palabras, decimos que "hace literatura". Lo que ocurre, pienso, es que dejamos de saber hace mucho tiempo, en Chile y quizá en todas partes, qué es la literatura. Se perdió el concepto y se extravió el gusto. Los vanguardistas le echaron laculpa a los académicos, a la tradición, pero crearon una nueva academia, una academia llena de normas endebles, blandas, informes, que nos han inundado por todas partes. Dentro de la confusión general, hemos terminado por buscar un anclaje seguro en la distracción, en la evasión, en el número de ejemplares vendidos. A falta de gusto y de crítica, creemos en las cifras de venta. Y también, desde luego, nos equivocamos.La vanguardia convirtió la ruptura en tradición, el informalismo en exigencia formal, y nos ha costado mucho descubrir que también es necesario romper con la ruptura. En cierto modo, volver a los orígenes. Todo se empezó a perder, quizá, cuando nos olvidamos del latín y despreciamos la formación clásica. Reemplazamos el verdadero estilo, la ejercitación, de la inteligencia y de la palabra, por la memorización y la acumulación de conocimientos inútiles. Nuestros educadores y reformadores positivistas se equivocaron de medio a medio. Elevaron a los altares a la ciencia y a la técnica y se olvidaron de la reflexión, de la lógica, de la inteligencia. Resultado: estamos llenos de profesionales universitarios que no saben expresarse, por escrito, que no saben hablar, que no consiguen comunicarse. Creen que el buen uso del idioma, que el sentido de lo literario, son adornos, cuestiones superfluas, y la literatura termina por vengarse de ellos.
He leído en los diarios españoles algunas declaraciones de Mario Conde, el empresario de moda hasta hace muy poco y que ha dejado en Banesto, el banco que él dirigía, un agujero de 500.000 millones de pesetas, equivalentes a alrededor de 4.000 millones de dólares. Pues bien, Mario Conde, que hace pocos meses habría tratado de salvarse inventando un gobierno de concentración presidido por él, ha apelado a la literatura como ultimísimo recurso. Los periodistas de Madrid dicen que utilizó, en su primera conferencia de prensa después de la intervención de sus empresas, numerosos giros literarios y frases de carácter lírico. Dijo, por ejemplo, que el destino está gobernado por las estrellas, que no valen "blindajes" frente a la verdad (alusión a los contratos que en España se llaman "blindados").
El asunto me dejó más que pensativo. Hay momentos en que los técnicos, los banqueros, los hombres de números, los políticos, empiezan a hacer literatura, a volverse literarios o literatosos, y en esos momentos conviene ponerse en guardia. En su caída, el recurso extremo del financista español fueron unas cuantas metáforas. Pensó que la literatura era un buen paracaídas o una buena cortina de humo. No pretendo, desde luego, juzgar su gestión. La misma prensa que antes lo había convertido en un mito popular parece haberlo condenado ahora a todos los infiernos. Pero confieso que su soltura de cuerpo frente al lenguaje, su lirismo chabacano, me resultan eminentemente sospechosos. ¿Puede un hombre de acción avezado, preparado, inteligente, equivocarse tanto con respecto al arte de la palabra? Al fin y al cabo, el abuso de la literatura, la palabrería hueca, siempre han sido vistos como una forma de falsedad, esto es, como un engaño.
No sabemos, y como no sabemos, creemos saber. Abro unas páginas de Federico Nietzsche, "Lo que, debo a los antiguos". Podemos discrepar con Nietzsche, puede incluso digustarnos, pero es uno de los pocos pensadores y escritores del siglo XIX del que nadie puede prescindir. En estas páginas, que pertenecen al final de su obra El crepúsculo de los ídolos, Nietzsche comenta su educación clásica, su descubrimiento juvenil de los grandes prosistas latinos. "Mi sentido del estilo", escribe, "del epigrama en el estilo, se despertó en forma casi espontánea en mi contacto con Salustio". Después cuenta que fue un pésimo latinista en el colegio (hablamos de literatura, no de gramática), pero que su profesor se quedó asombrado y tuvo que ponerle la mejor nota a la fuerza cuando comprobó que se había aprendido a Salustio de una sola vez y de memoria. "Ceñido", continúa Niezsche, "severo, con toda la substancia que es posible tener en el fondo, con una fría distancia con respecto a la palabra bella y también con respecto al bello sentimiento... ".
Si Mario Conde hubiera leído con atención la Conjuración de Catilina o Catilina y Jugurta, textos que, al fin y al cabo, son breves y que no tienen una sola palabra de sobra, creo que habría manejado mejor sus negocios. No lo digo en broma. Habría tenido una visión más lúcida, más rigurosa, más ceñida y severa, para emplear los adjetivos de nuestro filósofo. Si la mala literatura, la que nos invade por todos lados, es tramposa, la buena es formadora y, en cierto modo, necesaria. Debo advertir al lector, en cualquier caso, que Salustio, que escribía en el siglo I antes de Cristo y que tenía grandes ambiciones políticas, fue acusado también de manejos económicos turbios y terminó por caer en desgracia. La buena literatura, eso sí, la literatura sin palabras inútiles y con verdadera substancia, le sirvió para resistir mejor su caída y para escribir en su retiro historias que han llegado hasta nosotros. La diferencia, después de todo, no deja de ser importante.
Jorge Edwards es escritor chileno.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.