Un día para la paz y la no violencia
Con motivo del aniversario de la muerte de Gandhi, el 30 de enero, se celebra el "día escolar de la no violencia y la paz". Es sabido que cuando se consagra un día del año a algo, ese algo es notorio, sobre todo, por su fragilidad o el poco lugar que ocupa en el quehacer cotidiano y busca en la celebración universal el refuerzo que le alivie de su inherente precariedad. En un mundo regido por pautas machistas es tan innecesario el, "día del hombre", como inútil podría resultar el "día del intermediario" o el "del especulador financiero", especies ambas que gozan de excelente salud y pocas probabilidades de desmedro y desaparición. Bien está, por otra parte, la idea de que la escuela vaya preparando a nuestros jóvenes para poder crear, entre todos ellos y en un futuro no demasiado lejano, un mundo menos detestable que el que ahora disfrutamos y les vamos a legar. Pero, realmente, hablar de paz y de no violencia en estos años finales del siglo XX, tachonados de guerra y teñidos de sangre y miseria, puede resultar bastante sarcástico si no se reflexiona, siquiera someramente, sobre estos dos conceptos.Para empezar, hay que convenir en que el panorama que ante nuestra juventud se presenta ha mejorado algo en lo que respecta a la aceptación social de los valores implícitos en la paz y en el rechazo de la violencia para resolver los conflictos. En el pasado inmediato las cosas estaban bastante peor. Así, los jóvenes que en la Primavera de 1942 terminaban el bachillerato en el madrileño Colegio del Pilar y se preparaban para elegir carrera, eran aleccionados al respecto por ilustres conferenciantes, abogados, médicos, ingenieros, militares, sacerdotes, que les describían sus personales experiencias profesionales. Al hablarles de la carrera militar, un general del ejército les decía esto: "Podría demostraros, siguiendo a Villamartín, que la guerra es necesaria, es civilizadora, es causa de progreso". Medio siglo después, es poco probable que los estudiantes reciban tan inquietante información a la hora de sopesar sus expectativas de futuro profesional, y parece evidente que, algo se ha avanzado por este camino. Pero el mismo conferenciante, al referirse a lo que él tenía por inevitabilidad de las guerras, añadía enseguida: "Desde que el niño nace, empieza a luchar. En vuestras clases lucháis por destacar entre vuestros compañeros y ser el número uno: lucháis por ganar unas oposiciones, para abriros paso en vuestra carrera. El, hombre lucha por la vida, destruye lo que le rodea, los bosques, las piedras, mata los animales para comer..." (1). Dejando aparte el mayor desarrollo que actualmente se percibe en la conciencia ecológica, la idea de competitividad, de medro personal a costa de los demás, de lucha por el beneficio, por ascender en la escala social; en suma, por ganar más dinero, sigue siendo el pan nuestro de cada día en la formación de muchos de nuestros jóvenes. La educación para la paz, propugnada por restringidas minorías que se esfuerzan por desarraigar lo que la tradición ha convertido en casi obligado, apenas se abre camino en una sociedad a la que se trasplantan aceleradamente los más típicos valores del capitalismo posmoderno, donde sólo el éxito personal justifica a cada individuo y donde ese éxito raras veces implica solidaridad entre las personas, ayuda a los más débiles, cooperación con los que no son poderosos.
La violencia permanece sólidamente anclada en las relaciones sociales. Escucho, con frecuencia, en cursos y seminarios, la legítima preocupación que muchos hombres y mujeres expresan por la suerte de sus semejantes y que se materializa de modo esquemático en el razonamiento siguiente: destruyamos las armas, suprimamos los ejércitos y, en consecuencia, la paz reinará entre los hombres. Consciente de que la carrera de armamentos ha sido y sigue siendo una plaga que aqueja a la humanidad y le impide dedicar a esfuerzos de desarrollo y mayor bienestar todas sus potencialidades, y sabedor de que. la militarización de las sociedades obstaculiza el pleno ejercicio de los derechos humanos de muchos pueblos, no puedo, sin embargo, aceptar como válido el simple argumento antes expresado. La más terrible expresión material del poder destructor del armamento, el constituido por los artefactos nucleares, no es sino el estadio final en una progresiva evolución de la violencia que previamente anida en el corazón del ser humano, el perfeccionamiento tecnológico de aquella supuesta quijada de burro con la que se perpetró el primer fratricidio que registra la mitología bíblica. Es muy probable que las armas empuñadas por una mano cuyo corazón no encierre odio ni violencia sean mucho menos malignas que la mano desarmada de quien anhela venganza, revancha o satisfacción de su fanatismo, que aun desnuda puede convertirse en garra agresiva.
En la búsqueda de esa paz y en ese rechazo de la violencia que se pretenden conmemorar el 30 de enero, hay muchos aspectos dignos de reflexión, que siempre han venido preocupando a quienes por la paz trabajan. Destacan entre ellos la aceptada militarización de las relaciones exteriores de los pueblos, a la que España se ha sumado con entusiasmo en los últimos años: la percepción de los conflictos como cuestiones a resolver más por la intimidación armada que mediante el diálogo y la negociación, cuando no la cooperación desinteresada, y a la que el área del Mediterráneo occidental presenta a los españoles un amplio campo de desarrollo; el vasto comercio de armamentos, al que también nuestro país se suma, amparándose en el vergonzoso argumento de que si nosotros no vendemos, otros lo harán. Son cuestiones acuciantes y de inmediata gravedad. Pero, por encima de estos urgentes problemas, debe insistirse, una vez más, en la imposibilidad casi absoluta de alcanzar en ellos soluciones positivas y de inmediata aplicación a las relaciones entre los pueblos, mientras n¿ se aborde desde un plano más radical la cuestión de la violencia que se instila en los jóvenes desde sus más infantiles años y que luego la dinámica social sostiene y alimenta. La educación para la paz cobra así una especial relevancia y se convierte en la premisa ineludible, única base sobre la que cabe pensar en construir un mundo donde la violencia bélica vaya cediendo progresivamente ante otros métodos más racionales de resolución de los conflictos.
Bienvenido sea, pues, el día dedicado a la paz y a la no violencia, que incluso sería provechoso si cada uno, por lo menos, en su personal nivel de relaciones con los demás, pudiera rebajar en un grado la constante tendencia social hacia la violencia en la que estamos inmersos. De no ser así, apenas van a aumentar las esperanzas de que en los próximos 4.000 años la humanidad deje de asesinarse recíprocamente, al creciente ritmo con que lo ha venido haciendo en los anteriores cuatro milenios.
1. Colegio del Pilar, Los jóvenes ante la elección de carrera. Madrid, 1942 (páginas 135-136).
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