Dos palmos de cinta rosa
Desaparecen un buen día, no sabemos cómo ni por qué. Puede ser la abarrotada tiendecita de ultramarinos de la señora Herminia, la del chamarilero que casi siempre tenía colgado el cartel de "Vuelvo enseguida", el chaflán donde adquiríamos las bombillas, el alargador y las pilas de casete, la lechería y bollería de nuestra infancia.En busca de cierta minucia me recomendaron que la buscara en la mercería. Vivo en la frontera de los barrios de Chamberí y Centro, así que calcé unos zapatos, cubrí las ropas caseras con la gabardina y dije a la mercería. ¡Ja!
Quedan poquísimas, y la superviviente -menos de trescientas anunciadas en las páginas amarillas, de las que desaparecen un 20% cada año, en una ciudad de cuatro millones- han desvirtuado su condición, próspera y solicitada en tiempos. Es el trato y comercio de cosas menudas y de escaso valor que define el diccionario. Aunque fue el arte mercero de alto fuste, amparando las más diferentes mercaderías, desde el tráfico de metales al de muebles, armas, especias, tejidos.
Al fin di con una en el distrito de Argüelles. Pegué la hebra con el melancólico propietario, y de esta suerte me informó:
"Vivíamos de esas menudencias indispensables: tres cuartas de cordón lila, cinco botones de nácar o de hueso, goma elástica para medias de mujer, un carrete de hilo, media docena de imperdibles; luego, la cremallera nueva para la falda vieja. El ama de casa, la chica de servicio, cualquiera de la familia bajaba a la mercería, siempre a mano".
"Hoy entra alguna señora que quiere 40 centímetros de cinta rosa, pero duda del ancho, del tono, del remate. Lo he de buscar en la estantería, enseñarlo, sustituirlo, cortar, envolver y dar el cambio. Todo ello por 28 pesetas que vale. ¿Cree usted que compensa el tiempo empleado, el pago del alquiler, la contribución, los impuestos municipales, el IVA. Dígame, ¿cree que vale la pena y el esfuerzo?".
Sin titubear le contesté que no.
"Atendemos el negocio mi mujer y yo; no podemos tener dependientes. Aunque nos regalaran el género, ni siquiera cubriríamos los mínimos gastos. Vendemos medias, panties, gafas de sol, ropa interior confeccionada de señora y caballero, calcetines, secadores de pelo, retales... Lo que sea, hasta que alguien nos ofrezca el traspaso y el retiro. ¿Quién necesita hilo y agujas, ahora que nadie zurce ni remienda? Si quisiéramos cambiar de trabajo no lo encontraríamos".
Se debate la cuestión entre los parvos bazares y las amplias superficies, no sólo en España y en Madrid. Uno se inclina hacia la defensa de los pequeños, los débiles, pero la proliferación de tantos grandes almacenes acabará con las tiendecitas, las mercerías, como se han extinguiendo los hornos de pan, las churrerías, y desapareció la estabulación de las vacas en calles muy céntricas, que llegué a ver.
El hombre nunca es previsor, sino oportunista y providencialista. El equilibrio hubiera estado en racionar un hipermercado por cada millón de habitantes o fracción considerable, abierto incluso las 24 horas de todos los días al año. Liberal e inteligentemente espaciados, el ciudadano volvería al comercio, la bodega, el puesto más cercano y nacería con espontaneidad la clientela durable para prevención de la empresa familiar.
Hoy, la confrontación es desigual; cuando el sábado por la tarde, fiestas, puentes y meses veraniegos están los cierres echados, la gente acude a las gigantescas factorías donde encuentra casi todo. Por si no habían caído, es la vieja ley de la oferta y la demanda.
Mi charla con el mercero dio lugar a estas perogrullescas cavilaciones. Compré unas cuantas cosas que no necesitaba en absoluto y me despedí, estrechando su mano. Me desagrada apostar sobre seguro, es poco deportivo. No lo haré acerca del porvenir de estos entrañables despachos de barrio.
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