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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

HG-4

GENERAL O no, la huelga es un derecho constitucional. Que su objetivo sea contrario a la voluntad expresada por la mayoría del Parlamento no resta legitimidad a la convocatoria. Pero la idea de que un seguimiento amplio de la huelga deslegitimaría al Parlamento y las jesuíticas advertencias contra tal riesgo deslizadas por algunos dirigentes sindicales revelan una mentalidad no democrática: aquella según la cual determinados partidos o sindicatos representan unos intereses tan sagrados y generales que incorporan una legitimidad intrínseca, comparable a la emanada de las urnas, y que justifica cualquier recurso para imponerlos. Que algún político, como Anguita, se haya adherido a ésta línea no hace sino más preocupante esta ofensiva antiparlamentaria. Por lo demás, es rigurosamente falsa la especie de que ningún partido llevara en su programa la flexibilización laboral. Figuraba en los del PSOE, el PP y CiU.Si se eliminan falsos dilemas sobre legitimidades paralelas, lo que hay que dilucidar es si la reforma laboral propuesta por el Gobierno y respaldada por el Parla mento es adecuada para reducir el paro y si la huelga general lo es como inicio de una propuesta alternativa.

España es el país comunitario que ha registrado en los últimos 15 años aumentos salariales más elevados y el que combina las más altas indenmizaciones por despido con la regulación más estricta de las causas del mismo. La posible relación entre estas características del mercado laboral español y un paro que dobla la media europea es lo que justifica el intento de reforma.

Entre 1992 y 1993, con tasas de paro superiores al 20%, los salarios han crecido 2,7 puntos por encima de la inflación acumulada (13,1%, frente a 10,4%). El dato debería bastar para concluir que el mercado laboral español es incapaz de adaptar los salarios a la coyuntura, lo que constituye un obstáculo a la hora de intentar contrarrestar los efectos de la crisis y del agravamiento de la competencia exterior que de ella deriva. Los países con menores costes laborales y menor rigidez normativa están en mejores condiciones para competir en el mercado de bienes y servicios y para atraer inversiones.

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La reforma es una condición necesaria, aunque no suficiente, para invertir la dinámica de pérdida de empleos. La circunstancia de que el paro juvenil se sitúe 17 puntos por encima de la media indica por dónde habría de ir la reforma. Los objetivos a conseguir serían facilitar, abaratándolos, los mecanismos de entrada y salida del mercado laboral. La apuesta es que ello estimulará iniciativas empresariales creadoras de empleo, improbables en un marco más rígido.

Los,argumentos de los sindicatos contra tal planteamiento son que, al establecer salarios mucho más bajos para los nuevos contratos, su efecto práctico será la sustitución de empleo estable y bien pagado por empleo barato y precario, y que ello estimulará situaciones de competencia desleal, por parte de empresarios sin escrúpulos que producirán a más bajo coste que aquellos que mantengan plantillas con trabajadores fijos.

Para eso están los sindicatos

Nunca hay que descartar efectos perversos de cuaIquier reforma. Pero la experiencia de los últimos anos indica más bien que ha sido precisamente la rigidez de los contratos fijos lo que primero estimuló la contratación temporal y más tarde hizo que el ajuste se realizara por la vía del despido de esos trabajadores sin contrato indefinido. Al llegar la crisis existían dos posibilidades de adaptación de las empresas: reducción de costes laborales o reducción de plantilla. Lo primero fue impedido. por los sindicatos, como demuestra el crecimiento salarial por encima del IPC. Fue lo segundo lo que ocurrió, pero sustancialmente a costa de los trabajadores con contrato temporal, cuyos costos de despido son menores. Es a través de ese mecanismo como se relacionan la rigidez laboral y la pérdida de empleos.

La reforma del sistema de contratación establece limitaciones tendentes a evitar los abusos sobre los que alertan los sindicatos. Si tales cautelas se revelasen insuficientes, los sindicatos habrían de enfrentarse a ello en las empresas- uno de los objetivos de la reforma es potenciar la negociación colectiva frente a la uniformidad de las ordenanzas laborales. En relación con el contrato de aprendizaje, por ejemplo, el decreto fija un salario mínimo, pero nada impide aumentarlo en la negociación. La dialéctica sindical ha convertido ese mínimo casi en salario obligatorio, cuando no hace ese ejercicio con el salario mínimo interprofesional que se fija cada año. Y lo mismo respecto a intentos de sustitución de trabajadores fijos por aprendices u otros abusos.

El problema es que los sindicatos españoles tienden a compensar la debilidad que deriva de su escasa representatividad directa -la de la afiliación- con la búsqueda de una representatividad indirecta o implícita mediante su presencia en el escenario público: los grandes convenios sectoriales, las negociaciones con el Gobierno sobre asuntos como las pensiones y subsidios, o la regulación de la huelga, etcétera. Ello conduce a situar la huelga general en el centro de su estrategia.

En vísperas de la del 14-D se dijo que los sindicatos estaban obligados a hacerla al menos una vez: para demostrar su capacidad de movilización y dar así credibilidad a la amenaza permanente de volver a convocarla. Pero si ello es así, con el mismo fundamento cabe considerar que el Gobierno (sobre todo si es un Gobierno socialista) tiene que resistir la presión sindical al menos una vez: para demostrar que, pese al desgaste político que ello pueda suponer, el chantaje de la permanente amenaza de huelga general no siempre tiene éxito. No, al menos, cuando la situación de emergencia ofrece escaso margen para concesiones como las que plantearon los sindicatos para suscribir un pacto social y retirar su amenaza de huelga. Desde hace años, las centrales vienen alimentando el equívoco de que la mayoría de la población las respalda en su exigencia de un cambio de la política económica. Seguramente es mayoritario hoy el sector que está de acuerdo con los sindicatos en que debe haber un cambio, pero considera que el giro debe producirse en el sentido opuesto al que proponen: hacia una reducción del gasto público y una limitación del poder e influencia de que hoy disfrutan sus dirigentes.

Los sindicatos afirman que los socialistas "lamentarán algún día" haber abierto la puerta a la reforma laboral que ellos combaten con esta cuarta huelga general en nueve años. La experiencia indica que si no se hubiera introducido la reforma de las pensiones contra la que se convocó la de 1985, o el decretazo que justificó la de 1992, el sistema asistencial estaría hoy en quiebra. Y ningún economista serio duda de que los efectos presupuestarios del 14-D fueron decisivos en los desequilibrios que impidieron responder eficazmente a los primeros síntomas de la crisis.

Insisten los sindicatos en la huelga porque su propia debilidad les lleva a intentar legitimar su influencia con su capacidad de movilización. De ahí el reiterado recurso a iniciativas propagandísticas como la del jueves; pero de ahí también su actitud respecto a los servicios mínimos y a los piquetes. Si fuera cierto que la mayoría de la población se identifica con sus planteamientos, no tendrían tanto interés en limitar, en nombre del derecho a la huelga de los trabajadores del sector del transporte, las posibilidades de desplazamiento de la mayoría.

No es casual que sea en relación con los transportes urbanos y de cercanías donde las centrales se muestren más intransigentes: saben que ningún argumento es tan persuasivo como la imposibilidad material de acudir al centro de trabajo. Incluso si el Gobierno fijase esos mínimos ante la falta de acuerdo, el efecto inhibitorio ya estaría logrado. Especialmente si junto a la denuncia de esa decisión unilateral se advierte que los piquetes vigilarán para evitar provocaciones. El eufemismo "de información" no podrá ocultar la evidencia de que la única función de tales piquetes -y del anuncio de que serán "más numerosos que nunca"- es la de quebrar la voluntad de quienes se resistan a secundar el llamamiento. La huelga es legítima. Los abusos cometidos en su nombre, no.

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