Palos de ciego
Había un hombre y una mujer, los dos ciegos, dándose de bastonazos en la esquina de María Moliner con Julio Casares. Voy mucho a pasear por esa zona, pues, quizá por la ausencia de comercios, está más vacía que una boca sin lengua. Por no haber, no hay ni quiosco de periódicos; el más cercano está en la confluencia de Príncipe de Vergara con la plaza de Catalufia. A veces, deambulando por allí, he tenido la impresión de encontrarme en el interior de un decorado, lo que no me disgusta: ese sentimiento de ir realidad favorece el brote de las palabras. Podría decir que voy allí a buscar palabras como otros van al bosque a recoger setas, sólo que a éstos les interesan las comestibles y a mí las venenosas.Pues bien, había en esa esquina dos ciegos que empezaron por quitarse la palabra y acabaron a bastonazos, ya digo. La calle estaba desierta y las persianas de los edificios a medio echar, o sea, que yo era el único testigo de la ciega pelea. Procuré no hacer ruido, para que no advirtieran mi presencia, y los observé durante un rato. Tras el aperitivo verbal, enmudecieron de repente y pusieron en alto los bastones. La sensación de irrealidad se acentuó porque el silencio de la calle, de por sí inquietante, se hizo más oscuro al sumarse a él el de los ciegos. Callaban, para no dar pistas sobre su localización al otro, mientras descargaban palos de ciego en la dirección aproximada. Se trataba de una pelea sin ruido, que es algo así como un arcoiris sin color, o sea, en blanco y negro, como las buenas películas existenciales. Se comprende, pues, que, lejos de intervenir, contribuyera con mi sigilo a la creación de aquella atmósfera en la que los movimientos de los cuerpos tenían la calidad muda de las tragedias que se producen bajo el agua.
El hombre recibió enseguida tres palos certeros -uno en la cabeza y los otros dos en los hombros-, porque tenía una respiración un poco silbante que le delataba. Al cuarto, que le abrió una cremallera de sangre a la altura del lóbulo frontal, huyó a ciegas, perdiendo una tira de cupones que recogí y guardé.
Después me acerqué a la ciega fingiendo que acababa de llegar y pregunté que qué había pasado. Al principio se resistió a hablar conmigo, pero bajé con ella, tomándola del brazo en cada cruce, por María Moliner, y antes de llegar a la avenida Espasa, que no está a más de cinco calles, me lo había contado todo. Por lo visto, el ciego y ella habían sido novios en una época en la que los dos veían, al menos hasta el punto que se lo permitía su ciego amor, más ciego si consideramos que contaban con la oposición de los padres de ella, que detestaban al novio. Cuando a las presiones habituales para que no se vieran añadieron la amenaza de enviarla a estudiar fuera de Madrid, decidieron suicidarse en una pensión que hay al final de Julio Casares. Ella, como su padre era militar, puso la pistola, y él pagó la cama. Permanecieron toda la tarde el uno en brazos del otro y, cuando ya se habían dicho todas las palabras, él tomó el arma, disparó sobre la cabeza de su novia y enseguida se metió una bala en la propia. Pero lo hizo con tan mala fortuna que en lugar de morir se quedaron ciegos.
Como si la pérdida de la vista les hubiera arrebatado también su ciego amor, empezaron a odiarse hasta el punto de que los dos querían vender cupones en la misma esquina. Cuando le señalé que aquella esquina comercialmente no valía nada, me dio la razón, aclarándome que la habían escogido por eso, porque por allí no pasaba nadie y no les separaban cuando se daban de bastonazos. O sea, que a veces vas a buscar unas palabras y vuelves a casa con una pistola. Por eso me gustan esas calles.
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